No dudó un instante y mientras nos despedíamos me lo
recordó:
- No lo olvides, en la próxima revisión tendremos que cambiar la correa de la distribución.
Carlos es el mecánico de mi roulotte desde hace años. Confío
en él plenamente, nunca me ha fallado y soy muy consciente de su
profesionalidad, competencia y conocimientos de mecánica. Yo, tengo que
reconocerlo, no entiendo nada de eso. Lego total. Por lo que no discuto sus opiniones y decisiones, de la misma forma que no critico con amigos
ni con otros autocaravanistas las revisiones que hace a mi vehículo, las
tareas de mantenimiento que me propone, ni las reparaciones que realiza. O sea,
lo normal. Lo que se puede esperar de una persona razonable que, ante su
ignorancia no disimulada sobre un tema, acepta y asume de buen grado la opinión
de los expertos.
Bien, lo que podríamos etiquetar como un comportamiento recomendable
en la vida cotidiana se torna en algo impensable en la dialéctica de los líderes
políticos o de opinión (éstos generalmente al servicio de aquéllos) en
cualquier circunstancia, pero, especialmente, en momentos de gran adversidad y
alarma social como los que atravesamos. Demuestran con ello su
irresponsabilidad y, a las claras, que sus intenciones no son precisamente las
de contribuir a la mejora de la salud de sus conciudadanos.
Todos son epidemiólogos, aunque ni siquiera sepan qué es
eso, o “inopinados
especialistas en pandemias” como acertadamente les denomina
Ildefonso Hernández (et als). Epidemiólogos “a posteriori”, añado yo, que son
los peores: los que tienen claro todo lo que tenía que haberse hecho en un
momento dado pero que, cuando aquello ocurrió, no estaban o estaban “a por
uvas”.
La epidemiología es una cosa muy seria y muy precisa,
rigurosa y metódica, algo muy lejano a la superstición o, lo que es peor, a la
“inconsistencia conveniente a sus fines” que, según sus propósitos e intereses,
propagan estos aficionados sin base a mayor gloria de la ocultación de la
realidad y la destrucción de otras hipótesis y de quienes las defienden.
Por la escuela de Salud Pública en la que me formé corría un
chiste que, contado a los novatos que allí ingresábamos, transmitía de forma
contundente e irónica la dimensión del rigor que, en adelante, debía guiar nuestras
investigaciones. Les cuento: parece ser que dos viajeros surcaban los cielos en
una avioneta cuando el motor comenzó a fallar. Después de un largo rato a la
deriva lograron aterrizar sin sufrir daños físicos, aunque la aeronave quedó
inutilizada. Recuperados del golpe y sin saber dónde se encontraban,
rápidamente comenzaron a buscar ayuda. Miraron a su alrededor y hasta donde
alcanzaba la vista solo divisaban un inmenso campo de algodón. Pero ninguna
persona. Comenzaron a caminar, lo que hicieron durante horas sin salir nunca de
esa interminable plantación, cuando, por fin, a lo lejos reconocieron la figura
de un campesino que allí trabajaba. Rápidamente se acercaron a él y, tras
relatarle su peripecia, le espetaron: “Por favor, díganos dónde estamos”. El
individuo los miró y a continuación, levantando la cabeza, durante un largo
rato echó un vistazo al inmenso campo de cultivo en el que se encontraban.
Después se sentó y se quedó muy serio y reflexivo, como aquella estatua de
Rodin, durante horas, analizando toda la información de que disponía antes de darles
una respuesta. Por fin, mucho tiempo después, se levantó y muy solemne les
dijo:
- Están ustedes en un campo de algodón.
- “Sacrebleu”, exclamó abatido uno de los extraviados (era francés) y mirando a su compañero añadió: “¡Estamos perdidos! ¡Hemos caído en el país de los epidemiólogos!”
- “¿Por qué?”, preguntó este, desconcertado.
- “Es evidente”, añadió el primero mirando al campesino: “Ha pasado horas pensando una respuesta que nos informa de algo que ya conocíamos y, además, no nos sirve para nada”.
Lejos del mensaje derrotista, quizás anti-salubrista y
ácidamente irónico que transmite, el cuento refleja con bastante aproximación y
de manera descarnada e hiper-esquemática, las virtudes y limitaciones que adornan esta disciplina basada en “el
estudio de la distribución y los determinantes de estados o eventos (en
particular de enfermedades) relacionados con la salud y la aplicación de esos
estudios al control de enfermedades y otros problemas de salud” .
Nada que ver con lo que suponía que era esta ciencia aquél nefasto Consejero
de Sanidad de la Comunidad de Madrid quien pensaba que la Sociedad Española de
Epidemiología no debía pronunciarse en la polémica que mantenía con el Dr. Montes y su equipo a costa de la mortalidad registrada en pacientes terminales en el Hospital Severo Ochoa, porque "los epidemiólogos están para hablar de
epidemias" y no para hacerlo de otras cosas, como su propio nombre indica.
Viñeta de J.L. Martín en La Vanguardia |