¿Por qué nadie discute el precio de los medicamentos mientras todos nos cuestionamos si debemos dejar morir a quienes no tengan recursos económicos para pagarlos?
Recientemente se suscitó una interesante polémica en la
opinión pública y en círculos profesionales sanitarios a costa del elevado
precio de un nuevo medicamento para tratar la hepatitis C y sobre si la sanidad
pública debe financiarlo para los pacientes que lo necesiten. De entrada, el
Ministerio de Sanidad se ha negado a hacerlo excepto para casos muy graves y
los posicionamientos que han tomado unos y otros ante ello nos pueden servir
para plantear una reflexión acerca de en qué país vivimos y qué ocurre cuando
elementos esenciales para la vida, como son los medicamentos que curan
enfermedades que pueden ser mortales, dejan de ser un derecho de la gente
porque se han convertido en objeto de la codicia y el interés lucrativo.
La hepatitis C es una enfermedad infecciosa que con gran
frecuencia se hace crónica (hasta un 80% de los casos). Muchos de estos casos, tras
una larga evolución durante la cual la mayoría de los infectados desconoce que
lo está, desarrollan graves formas de hepatopatías crónicas, cirrosis y cáncer
de hígado. Se calcula que en España unas
900.000 personas están infectadas por el Virus de la Hepatitis C, aunque el 70%
de ellas no lo sepa. Una gran parte contrajo la enfermedad en el propio sistema
sanitario en las décadas de los 70 y los 80 al recibir sangre u otros
hemo-derivados que contenían el virus, cuando no existía aún la tecnología adecuada
que identificara al agente causal en las donaciones.
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Las personas infectadas sufren sus efectos durante largo
tiempo, debiendo destacarse el enorme costo humano, familiar y social que esto
conlleva. Los afectados son tratados hasta ahora con fármacos cuya eficacia se
cifra, aproximadamente, entre un 40% a un 60%, sufriendo generalmente graves
efectos secundarios en el curso de los tratamientos. El costo medio de este
tratamiento tradicional oscila entre 30.000 a 40.000 euros por paciente y en
muchos casos, si fracasa, se debe acudir al transplante hepático, intervención
que, sólo en costes directos, requiere un desembolso de entre 75.000 a 100.000
euros. Sumen y sigan.
Recientemente ha aparecido un medicamento cuya eficacia, en
términos de curación definitiva de la infección, alcanza más del 90%. Está
desarrollado y producido por el laboratorio Gilead, se comercializa en Europa
con el nombre de Sovaldi y el coste medio del mismo (tratamiento de 12 semanas)
ronda los 60.000 euros, aunque puede llegar a los 100.000 euros en algunos
casos. Cada comprimido cuesta, por tanto, algo así como 700 euros. En otros
países se está comercializando a un precio menor: en Gran Bretaña cuesta un 30%
menos de lo que se propone en nuestro país. Algunos estudios indican que el
coste de fabricación puede rondar los 2 euros reales por comprimido y que el coste
restante (ese sobrecoste que multiplica el precio unas 350 veces) se lo lleva la recuperación de la
inversión que realizó el fabricante en la investigación, las patentes, el
marketing publicitario y, seguro, los jugosos beneficios que piensan embolsarse
los socios del laboratorio farmacéutico cuando amorticen todos los demás costes.
En el caso de que no se incluya en la financiación pública,
con o sin copago, las posibilidades de tratar de forma eficaz y con pocos
efectos secundarios una enfermedad que es mortal con gran frecuencia, quedarían
reservadas solo para quienes puedan pagar esos desorbitantes precios. En caso
contrario, la mejor alternativa para el fabricante y para los enfermos, lo
pagaremos entre todos con nuestros impuestos. Incluidos los jugosos dividendos de los socios de la empresa que lo
produce. Y todos se preguntan: ¿la sanidad pública de este país puede pagar
esos tratamientos?
Creo que la pregunta se plantea ya contaminada por el
espíritu de la ideología ultra-liberal que lo impregna todo y del que no somos
capaces de evadirnos. Realmente la cuestión debiera ser: ¿alguien puede negarle
a un ser humano una medicina que le puede salvar la vida? O esta otra: ¿por qué
nadie discute el precio de los medicamentos, fijado arbitrariamente muchas
veces por el ánimo del lucro sin límite y nunca para atender las necesidades
elementales de las personas, mientras todos nos cuestionamos si debemos dejar
morir a quienes no tengan recursos económicos para pagarlos? O llegando más
lejos: ¿de quién son los medicamentos? ¿Quién tiene derecho a ellos?
En la sociedad más justa con la que muchos soñamos la
investigación farmacéutica y sus resultados estarán a disposición de todos los
que lo necesiten para recuperar la salud. Si es preciso se rescatará para lo
público, en aras del interés general, todo lo que sea fundamental para la vida
y para el bienestar de las personas. El negocio, no hay duda, debe pasar a un
segundo plano cuando se trata de la salud. Las ejemplares mareas blancas que se levantan
en Madrid en los últimos meses para contestar las políticas del gobierno
regional que ha realizado la más nefasta gestión sanitaria que se recuerda, así
lo exige como un clamor.
La inversión que redunda en bienes elementales para la salud
debe ser de todos y producir beneficios para quienes lo necesiten. Y si no puede
ser así, que se tase el esfuerzo que realizó la iniciativa privada para el
desarrollo de medicamentos u otros bienes de innovación y se pague a un precio regulado, social y justo para que pueda
fabricarse a costes razonables.
La visión cortoplacista que muchas veces rige el
comportamiento de quienes toman las decisiones políticas les impulsa a cálculos
sin perspectiva. Por ello, en un tema como el que aquí se trata, se toman
decisiones, o se dejan de tomar como es el caso, tan sólo basadas en lo popular
que resulte el esfuerzo inmediato sin ponderar escenarios futuros ni, muchas
veces, el sufrimiento humano. Con las cuentas a medio echar en los párrafos
precedentes, no es difícil concluir que, en el caso de este medicamento, sanar
a una gran parte de los portadores de ese virus reportaría en el futuro un
inmenso ahorro económico a las arcas públicas, en términos de la cantidad de
caros e ineficaces tratamientos que no tendrían que hacerse, incluyendo los
costosos transplantes, que podrían reservarse para otros enfermos que en la
actualidad engrosan las listas de espera. Sin contar, por supuesto, lo más
importante: salvar las vidas y recuperar el bienestar de decenas de miles,
quizás cientos de miles, de personas. Hágase por tanto la inversión pública de
financiar este tratamiento, como otros que se necesiten, si es posible a
precios justos para aquéllas personas que cumplan los criterios médicos. Como
todo en política, se trata de priorizar en qué se gastan los recursos. Y
calcúlese con previsión futuros escenarios para ir rescatando para el beneficio
colectivo el fruto de la investigación en medicamentos o tecnologías sanitarias.
Y estando en estas ¿qué tal si volviera el impulso a la investigación pública,
tan mermado en los últimos años?
Nos preocupan tanto las cosas de los ricos que nos olvidamos
que hay mundo más allá del alcance de nuestra vista. Por eso cuando discutimos
de lo que aquí se trata no analizamos que en el mundo hay 170 millones de
personas infectadas por el Virus de la Hepatitis C, ni que esta enfermedad se
lleva unas 350.000 vidas al año. Para la mayoría de ellos este dilema que nos
planteamos sería tan sólo ciencia ficción, pues sabe que nunca podrá pagar los
precios que ponen a esos tratamientos,
ni los sistemas sanitarios de sus países sufragarlos. Estaremos por tanto
reviviendo la vergonzosa situación de la década de los 90 en que millones de
africanos y africanas murieron por el SIDA mientras ya existían medicamentos
que curaban la enfermedad y a los que la inmensa mayoría de los infectados en
el mundo no podía acceder. No hay duda, es preciso darle una vuelta completa a
todo esto.
Manuel Díaz Olalla
(Publicado en la Revista "Temas para el debate", num 236, Julio de 2014)
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