Los test rápidos de diagnóstico en sangre que se están
empezando a usar en el curso de la epidemia de COVID-19 (análisis
inmunocromatográfico para la detección cualitativa de anticuerpos IgG e IgM
frente al SARS-Cov-2) son herramientas de gran utilidad en un momento en el que
es de capital importancia tanto la identificación de los infectados
asintomáticos (posiblemente quienes, sin saberlo, más están contribuyendo a la
diseminación del virus) como el conocimiento del grado de inmunización de la
población ante este virus.
Pero la profusión de datos y de opiniones sobre la
naturaleza y utilidad de los mismos que se están dando en los últimos días, la
mayoría inciertos y desinformados, demandan algunas aclaraciones desde la
epidemiología y desde la salud pública.
Los test rápidos son pruebas de screening, es decir, aproximaciones más o menos precisas a la
realidad que pretenden descubrir, que no es otra que conocer si una persona
está infectada o no, pero no son ni se pueden considerar absolutamente certeras
e irrefutables en relación a ese propósito, existiendo para ello otras
pruebas que sí lo son. Se deben usar, por tanto, como ayuda al diagnóstico de
la infección y para la determinación del estado inmune de la población. Pero al
“diagnóstico verdadero”, ese al que consideramos la verdad absoluta, no se
llega con ellas, si no con otras más caras, inaccesibles, complejas o
peligrosas. Precisamente para eso se usan: para seleccionar a las personas que
“con mucha probabilidad” (una probabilidad conocida de antemano) están
infectadas y a las que se les someterá a
la prueba definitiva, después de recomendarles ciertas medidas de protección
para los demás. Se pueden y deben utilizar también para conocer, con una
aproximación alta, qué proporción de personas en la comunidad están inmunizadas
por haber pasado la infección.
Pues bien, el debate surge de ahí: de los análisis que se hacen
en la actualidad para cotejar los resultados de las pruebas rápidas, es decir,
la concordancia que encuentran con los que se obtienen de la que se está
tomando como referencia (la certera, la “Gold Estándar”) que no es otra que
la PCR (Reacción en Cadena de la Polimerasa).
El frenesí nos invade porque los rápidos son test nuevos,
que se han desarrollado desde el mes de enero hasta ahora, sin mucha
posibilidades de comprobar su eficacia adecuadamente (se necesita tiempo y
muchos ensayos en diferentes muestras de población para probarlos) y de los que
desconocemos datos fundamentales. Es importante saber de primera mano qué
probabilidad tienen de acertar pues nos fiamos poco de los resultados que dan
los fabricantes sobre los ensayos que ellos mismos realizan, precisamente por
la premura con que se hicieron y porque los han desarrollado en muestras de conveniencia (¡ay el
mercado! y lo bueno que sería que estuviera fuera del ámbito de la salud, sobre
todo en circunstancias como estas).
Hay al menos dos elementos adicionales que incrementan la
incertidumbre sobre sus resultados y nos alejan del conocimiento que ahora nos
preocupa relativo a cuál será su fiabilidad. Uno es que la prueba que se está
tomando como irrefutable, la PCR, es de naturaleza diferente a la de los test rápidos:
aquélla reconoce la presencia del virus mediante detección del RNA viral en secreciones
del trato respiratorio y estas la presencia de anticuerpos IgM e IgG contra
diversas proteínas virales en una gota de sangre. Como quiera que la aparición de la reacción
inmunitaria es posterior al contagio, si tomamos muestras para una y otra
simultáneamente (lo que generalmente se está haciendo), si la infección fue
reciente puede ser que la PCR arroje resultados positivos pero el test rápido
en sangre no. A los efectos de lo que nos ocupa diríamos que el test rápido
obtuvo un “falso negativo” cuando en
realidad lo que ocurrió fue que esta prueba se hizo antes de que el sistema
inmunitario del infectado tuviera tiempo
de reaccionar, por lo que no detectó la presencia de IgM en sangre. Posiblemente,
días después este test rápido se positivizaría.
Pero para complicarlo todo un poco más, la PCR también
arroja falsos negativos, porque no es una auténtica prueba “Gold Estándar”. Se
sabe que días después de la infección, el virus desaparece frecuentemente de
las vías respiratorias altas pero persiste en las vías bajas. Si en ese momento
tomáramos muestras para PCR en las vías nasales (lo que es habitual) en un
infectado de cierta evolución probablemente encontráramos un resultado negativo
(falsamente negativo), mientras que ya en ese momento el test rápido informaría
de un resultado positivo (esta vez verdadero positivo), pues los títulos de
anticuerpos en sangre ya estarían elevados. La PCR por tanto estaría dando un
resultado erróneo en relación a la técnica de recogida de la muestra. De hecho
una de las utilidades que pueden aportar los test IgG/IgM es la de corregir los
errores de la PCR.
En todo caso, las comparaciones que comunican los
fabricantes y las compañías distribuidoras (resultados de test rápidos frente a
PCR) parece que no tienen en cuenta la tasa importante de falsos negativos que
están apareciendo en la PCR, según los diferentes estadios de
la infección por SARS CoV-2.
Por consiguiente, se está cometiendo el error de comparar
los resultados de unas y otras pruebas cuando la PCR no es técnica de
referencia para la evaluación de
anticuerpos. Además, si quisiéramos testar las pruebas rápidas en sangre sin
recurrir a la PCR por los motivos enumerados nos encontraríamos con que no
existe un panel estandarizado de muestras de anticuerpos validado por ningún
ente oficial para la evaluación de los diferentes tipos de kits.
Es muy posible que las diferencias reales entre métodos parecidos
fueran mínimas puesto que en este momento todos los fabricantes acuden a las
mismas fuentes para la adquisición de materiales biotecnológicos.
En fin: las pruebas de validación de los test de diagnóstico
rápido en sangre con detección cualitativa de IgG e IgM mediante ICT que se están
realizando en la actualidad tomando como referencia los resultados de la PCR son incorrectas y aunque sea interesante conocer el grado de concordancia entre
ambas, hay que tomar estas comparaciones con las debidas precauciones inherentes
a todo lo referido.
Lo recomendable sería usar estos test rápidos para conocer
con cierta aproximación la prevalencia de la infección en la población general
y en ciertos colectivos vulnerables, y en caso de interés diagnóstico individual
se deberían reservar para personas en que el contacto sospechoso, si es que lo
hubo, no haya sido muy reciente, debiendo confirmar el resultado con la PCR
tanto en los positivos como en los negativos con sintomatología.
La prioridad desde la salud pública en este momento es
conocer el grado de penetración de la infección en la población y la detección
de infectados asintomáticos: de una u otra forma y considerando todas las objeciones
comentadas, los test de diagnóstico rápido que se están comenzado a utilizar en
nuestro país pueden ser una aportación de gran impacto para el control de la
epidemia.
No me resisto a hacer un comentario final sobre las
inexactitudes, tergiversaciones, manipulaciones y torpezas en general que están
impregnado el debate político y la información que ofrecen los medios de
comunicación sobre la utilidad y validez de algunas de estas pruebas de
diagnóstico rápido. Dirigentes políticos y medios no suelen mantener las
recomendables medidas de prudencia y contención que solemos observar la mayoría
de los ciudadanos, hablando y opinando sobre cuestiones, a veces de complejidad
técnica, de las que lo ignoran casi todo. Lo que es, por desgracia, una norma
de su conducta habitual, en situaciones como la actual se convierte en una irresponsabilidad
incalificable. Dejen la politiquería barata, no alarmen innecesariamente a los
ciudadanos con cuestiones que no conocen, ni entienden y si no pueden aportar
otra cosa a la resolución de esta terrible crisis sanitaria y social, al menos
hágannos un favor a todos: cumplan las recomendaciones que ustedes mismos
pregonan con todas las consecuencias y quédense en su casa. Pero, si es posible,
con la boca cerrada.
Manuel Díaz Olalla
Médico
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