Con
frecuencia se analiza el efecto de la
crisis, como fenómeno global, en la vida de la gente y, entre otras esferas de
la misma, en la salud. Es una preocupación de los investigadores de la salud
pública en su conjunto no exenta de controversia. Un trabajo tan apasionante
como difícil. Una aproximación a la realidad tan interesante como imprecisa.
Esas
investigaciones encierran en sí mismas las dificultades inherentes a cualquier
averiguación científica que intente asignar a cada fenómeno social, económico o
sanitario, sus causas o sus efectos. Entre lo más plausible de este afán se
sitúa el interés de los investigadores en poner a disposición de quienes toman
las decisiones los conocimientos que determinen las políticas que puedan aplicar
y las que deban evitar. Y sí no fuera posible entrar en el fondo del problema o
simplemente no se desea, al menos existe la obligación moral de amortiguar los efectos de la debacle del sistema en la
vida y el bienestar de las personas. Me resisto por ello a hablar aquí de los
efectos de la crisis como un todo intocable y prefiero hacerlo sobre las
consecuencias que tienen las políticas que, al amparo o con la excusa de la
misma, se toman. Desde el convencimiento de que siempre es posible elegir entre
ellas y escoger las menos perjudiciales para los ciudadanos.