Con
frecuencia se analiza el efecto de la
crisis, como fenómeno global, en la vida de la gente y, entre otras esferas de
la misma, en la salud. Es una preocupación de los investigadores de la salud
pública en su conjunto no exenta de controversia. Un trabajo tan apasionante
como difícil. Una aproximación a la realidad tan interesante como imprecisa.
Esas
investigaciones encierran en sí mismas las dificultades inherentes a cualquier
averiguación científica que intente asignar a cada fenómeno social, económico o
sanitario, sus causas o sus efectos. Entre lo más plausible de este afán se
sitúa el interés de los investigadores en poner a disposición de quienes toman
las decisiones los conocimientos que determinen las políticas que puedan aplicar
y las que deban evitar. Y sí no fuera posible entrar en el fondo del problema o
simplemente no se desea, al menos existe la obligación moral de amortiguar los efectos de la debacle del sistema en la
vida y el bienestar de las personas. Me resisto por ello a hablar aquí de los
efectos de la crisis como un todo intocable y prefiero hacerlo sobre las
consecuencias que tienen las políticas que, al amparo o con la excusa de la
misma, se toman. Desde el convencimiento de que siempre es posible elegir entre
ellas y escoger las menos perjudiciales para los ciudadanos.
Todos los
componentes de esta crisis financiera y de sus resultados inmediatos (pobreza,
exclusión, desempleo) tienen efectos nocivos sobre la salud y son conocidas las
consecuencias de cada uno de ellos sobre los individuos de manera
independiente. El dilema es definirlas para el conjunto de la población,
cuantificar su alcance en los grupos más vulnerables y proyectar escenarios
futuros.

En el año 2012
aumentaron en 18.000 las defunciones registradas en nuestro país respecto a las
del año previo, lo que equivale a un incremento de casi un 5%, el mayor del
decenio, después de que año tras año decayera esa cifra. Un crecimiento más
moderado se había registrado ya en el año 2011, marcando sin duda un cambio de
tendencia que se consolida ahora. Los mayores aumentos se han registrado en la
mortalidad de los menores de 16 años, que ha crecido entre un 15% y un 25%
respecto a la tasas del trienio previo. Por ello en el último año se rebajó la
esperanza de vida al nacer de las mujeres en 0,2 años, quedando en 85 años,
mientras se estancaba la de los hombres en 79,26 años. Se documenta así, sin
duda, un retroceso en el nivel de salud alcanzado por la población española y
mientras algunos discuten si se trata de algo coyuntural en la mayoría de los
expertos cunde la idea de que este es uno de los efectos de las políticas de recortes
del gasto social que está provocando un desmantelamiento de facto del Estado del Bienestar. Y es inevitable aquí buscar
modelos conocidos y recientes de otros países que han sufrido situaciones
similares para intentar calibrar y proyectar el alcance de estas restricciones
en la vida de la gente.
De esta
manera en otro escenario, con otra gravedad e inmersa en un proceso de cambio
con connotaciones distintas al que ahora se vive en España, tras el colapso de
la Unión Soviética, entre 1989 y 1995 la población rusa sintió los primeros
efectos de la transición a una economía de mercado al constatar la práctica
desaparición del sistema de protección social de que disfrutaba. En ese periodo
retrocedió su esperanza de vida entre 7 y 10 años afectando especialmente a los hombres y
provocando por ello una brecha de género en esta expectativa vital, favorable
en este caso a las mujeres, de una magnitud no conocida hasta entonces (59 años
en ellos frente a 72 en ellas). Como se ha señalado, este dato alerta sobre un extraordinario
aumento del número de fallecimientos, especialmente de niños y jóvenes, en ese
periodo produciéndose la mayor parte de ellos por problemas como el SIDA, la
violencia, los suicidios y el alcohol. En este último aspecto hay que añadir a
los problemas estructurales y a la desprotección el abaratamiento que se
produjo del precio del vodka. Una combinación letal en ese caso, en especial
para los varones de modesto nivel educativo.
En España y
sin conocer aún con más detalle este fenómeno ya se ha constatado un incremento
de casos de trastornos psíquicos, en especial en individuos en situación
personal o familiar de desempleo y/o que han perdido la vivienda, así como un
aumento de la mortalidad por suicidios. La falta de información más desagregada
aún no nos permite cuantificar el efecto en distintos grupos de población
aunque sin duda la incidencia será máxima en la población más vulnerable
(inmigrantes irregulares sin recursos, enfermos crónicos, personas mayores),
con lo que se ahondarán también las brechas que marcan las desigualdades
sociales en la salud.
Quienes
pierden la cobertura sanitaria incrementan en un 40% el riesgo de morir sobre
la población con asistencia asegurada. Es curioso que así sea cuando sabemos
que la mayoría de las cuestiones que tienen que ver con la salud de la gente en
un país con nuestro nivel de desarrollo están fuera del sistema sanitario y
tienen más que ver con hábitos y condiciones de vida y de trabajo. Se trata de
una verdad rotunda cuando se disfruta de un sistema de salud universal,
público, equitativo y de calidad, como el que había en España hasta la entrada
en vigor del RD 16/2012 que establece el aseguramiento como la llave de acceso,
sin reparar en el derecho supremo a la salud, excluyendo del mismo a 800.000
personas, casi todas inmigrantes sin regularizar. Cuando no existe un sistema
como ese, como ocurre en muchos países en desarrollo y en EEUU, donde 50
millones de personas carecen de seguro de salud, la posibilidad de recibir
alguna atención de salud puede ser definitiva para conservar la vida y el bienestar
de una gran parte de la población.
Los límites
al acceso efectivo a los servicios o a los tratamientos que conllevan los re-pagos instaurados por
este gobierno, tienen el mismo efecto que la supresión del derecho a la
atención: situar a miles de personas, las más débiles, fuera del sistema
sanitario. Pero los recortes en la financiación o la privatización repercuten
en todos los ciudadanos: por cada 80 € por persona en que se reduce el gasto
social en sentido amplio (se incluye el sanitario) la mortalidad general puede
incrementarse casi un 1%, la debida a problemas relacionados con el alcohol un
2,8%, a tuberculosis un 4,3% y a enfermedades cardiovasculares un 1,2% 1.
Inciden, por tanto, de manera clara en la esperanza de vida.
Nos
centramos en la cantidad y, a veces, relegamos la calidad de la vida a un
injusto segundo plano. Y es curioso constatar que la mayor afectación
registrada hasta ahora se da en la proporción de tiempo que podemos aspirar a
vivir, del total, en buenas condiciones de salud. Esta lleva estancada para la
población española mucho tiempo: un 50% del tiempo restante de vida al cumplir
los 65 años en la actualidad, mientras que en 1995, con una expectativa vital
más corta, ese tiempo dichoso era de
un 60% 2. Como indica el diputado y economista Alberto Garzón,
prolongar el final de la vida laboral, como han hecho los dos últimos gobiernos
de España, es aproximarlo al momento en que se acaban nuestras posibilidades de
vivir en buenas condiciones de salud. Una merma de calidad de vida para los
mayores de incalculables dimensiones.
Se acorta la
esperanza de vida porque aumenta la mortalidad, en especial la innecesariamente prematura. Una gran parte
de ella sería, además, evitable con la intervención del sistema sanitario si
este fuera inclusivo, universal e igual para todos. O sea, público. Porque si
hace aguas por falta de financiación, se privatiza o deja de proteger a los más
débiles fracasará en su función primordial de proteger la salud y se acortará
la expectativa vital de todos los ciudadanos. Si a esto le sumamos el fracaso
del resto del sistema de protección porque los servicios sociales se han vuelto
exiguos mientras empeoran las condiciones de vida y trabajo de la mayoría (alimentación deficiente, vivienda insalubre
donde se vive en hacinamiento, riesgos laborales no controlados, trabajo
precario, imposibilidad de desarrollar un ocio saludable, inaccesibilidad al
sistema educativo, etc) el panorama se vuelve absolutamente sombrío y el efecto
de esas políticas injustas y cicateras será máximo en la esperanza de vida de
la población.
Escuché hace
poco en la radio al senador Granados, del PP, afirmar, a costa del interés que
muestran en cambiar salud por dinero, quiero decir en modificar la ley del
tabaco para favorecer a algunos socios y amigos, que “el Estado no está para
promocionar los estilos de vida saludables”. La promoción de la salud y la
prevención de la enfermedad son obligaciones de los Estados. Lo garantizan y lo
exigen las leyes en nuestro país, desde la Constitución a la Ley General de Sanidad
y nadie lo discute en el mundo desde la declaración de Alma Ata de 1978. Pero es un dato definitivo para conocer el
paradigma de salud que conciben algunos dirigentes del partido gobernante: la
salud es un problema individual y protegerla o restaurarla es responsabilidad
de cada uno. Con recordarle a la gente que no se expongan a riesgos
innecesarios para su salud y señalarle cuando enferme dónde debe ir a tratarse,
previo pago eso sí, el Estado ha cumplido su función. No quieren ver que además
de recomendarle a la gente que se
proteja de las bombas alguien tendrá que parar los bombardeos.
No parece
que vaya a ser este gobierno quien lo haga: las políticas que despliega son en
sí mismas y para la salud de la gente auténticos bombarderos cargados de
munición.
José Manuel Díaz Olalla
Artículo publicado en la Revista Temas para el Debate, num 228, Noviembre 2013, pg. 12-14)
(Las geniales ilustraciones son de el Roto)
Artículo publicado en la Revista Temas para el Debate, num 228, Noviembre 2013, pg. 12-14)
(Las geniales ilustraciones son de el Roto)
(1) David
Stuckler, Sanjay Basu, Martin McKee, (2010). Budget crises, health, and social
welfare programmes. BMJ 2010;340:c3311.
(2) European Health an Life Expectancy
(2013) (NdA: hay que llamar la atención sobre el hecho de que en ambos momentos
la metodología de cálculo fue diferente).
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