No dudó un instante y mientras nos despedíamos me lo
recordó:
- No lo olvides, en la próxima revisión tendremos que cambiar la correa de la distribución.
Carlos es el mecánico de mi roulotte desde hace años. Confío
en él plenamente, nunca me ha fallado y soy muy consciente de su
profesionalidad, competencia y conocimientos de mecánica. Yo, tengo que
reconocerlo, no entiendo nada de eso. Lego total. Por lo que no discuto sus opiniones y decisiones, de la misma forma que no critico con amigos
ni con otros autocaravanistas las revisiones que hace a mi vehículo, las
tareas de mantenimiento que me propone, ni las reparaciones que realiza. O sea,
lo normal. Lo que se puede esperar de una persona razonable que, ante su
ignorancia no disimulada sobre un tema, acepta y asume de buen grado la opinión
de los expertos.
Bien, lo que podríamos etiquetar como un comportamiento recomendable
en la vida cotidiana se torna en algo impensable en la dialéctica de los líderes
políticos o de opinión (éstos generalmente al servicio de aquéllos) en
cualquier circunstancia, pero, especialmente, en momentos de gran adversidad y
alarma social como los que atravesamos. Demuestran con ello su
irresponsabilidad y, a las claras, que sus intenciones no son precisamente las
de contribuir a la mejora de la salud de sus conciudadanos.
Todos son epidemiólogos, aunque ni siquiera sepan qué es
eso, o “inopinados
especialistas en pandemias” como acertadamente les denomina
Ildefonso Hernández (et als). Epidemiólogos “a posteriori”, añado yo, que son
los peores: los que tienen claro todo lo que tenía que haberse hecho en un
momento dado pero que, cuando aquello ocurrió, no estaban o estaban “a por
uvas”.
La epidemiología es una cosa muy seria y muy precisa,
rigurosa y metódica, algo muy lejano a la superstición o, lo que es peor, a la
“inconsistencia conveniente a sus fines” que, según sus propósitos e intereses,
propagan estos aficionados sin base a mayor gloria de la ocultación de la
realidad y la destrucción de otras hipótesis y de quienes las defienden.
Por la escuela de Salud Pública en la que me formé corría un
chiste que, contado a los novatos que allí ingresábamos, transmitía de forma
contundente e irónica la dimensión del rigor que, en adelante, debía guiar nuestras
investigaciones. Les cuento: parece ser que dos viajeros surcaban los cielos en
una avioneta cuando el motor comenzó a fallar. Después de un largo rato a la
deriva lograron aterrizar sin sufrir daños físicos, aunque la aeronave quedó
inutilizada. Recuperados del golpe y sin saber dónde se encontraban,
rápidamente comenzaron a buscar ayuda. Miraron a su alrededor y hasta donde
alcanzaba la vista solo divisaban un inmenso campo de algodón. Pero ninguna
persona. Comenzaron a caminar, lo que hicieron durante horas sin salir nunca de
esa interminable plantación, cuando, por fin, a lo lejos reconocieron la figura
de un campesino que allí trabajaba. Rápidamente se acercaron a él y, tras
relatarle su peripecia, le espetaron: “Por favor, díganos dónde estamos”. El
individuo los miró y a continuación, levantando la cabeza, durante un largo
rato echó un vistazo al inmenso campo de cultivo en el que se encontraban.
Después se sentó y se quedó muy serio y reflexivo, como aquella estatua de
Rodin, durante horas, analizando toda la información de que disponía antes de darles
una respuesta. Por fin, mucho tiempo después, se levantó y muy solemne les
dijo:
- Están ustedes en un campo de algodón.
- “Sacrebleu”, exclamó abatido uno de los extraviados (era francés) y mirando a su compañero añadió: “¡Estamos perdidos! ¡Hemos caído en el país de los epidemiólogos!”
- “¿Por qué?”, preguntó este, desconcertado.
- “Es evidente”, añadió el primero mirando al campesino: “Ha pasado horas pensando una respuesta que nos informa de algo que ya conocíamos y, además, no nos sirve para nada”.
Lejos del mensaje derrotista, quizás anti-salubrista y
ácidamente irónico que transmite, el cuento refleja con bastante aproximación y
de manera descarnada e hiper-esquemática, las virtudes y limitaciones que adornan esta disciplina basada en “el
estudio de la distribución y los determinantes de estados o eventos (en
particular de enfermedades) relacionados con la salud y la aplicación de esos
estudios al control de enfermedades y otros problemas de salud” .
Nada que ver con lo que suponía que era esta ciencia aquél nefasto Consejero
de Sanidad de la Comunidad de Madrid quien pensaba que la Sociedad Española de
Epidemiología no debía pronunciarse en la polémica que mantenía con el Dr. Montes y su equipo a costa de la mortalidad registrada en pacientes terminales en el Hospital Severo Ochoa, porque "los epidemiólogos están para hablar de
epidemias" y no para hacerlo de otras cosas, como su propio nombre indica.
![]() |
Viñeta de J.L. Martín en La Vanguardia |
Desde la descripción más sencilla hasta la conclusión más
compleja de ese acertijo principal que conforma el objeto de la epidemiología,
que no es otro que el de identificar las causas de los problemas, todo se basa
en la observación detallada y minuciosa, en el uso del método científico, en la
identificación y eliminación de todo lo que sea superfluo o pueda confundir, en
el establecimiento de la cronología de los hechos y en la demostración de que
el fenómeno estudiado y sus supuestas causas son reproducibles en otros
contextos y periodos temporales. O sea, justo todo lo contrario de la absurda
ausencia de observación y método en que basan sus hipótesis la caterva de
epidemiólogos de pacotilla que asaltan a la población en estos días difíciles,
especialmente cuando “emiten” sus conclusiones de causalidad.
En los siguientes días
vamos a revisar algunos ejemplos: hoy, el acertijo de los test rápidos.
Estamos
cansado de escuchar, de exigir más bien, a los pseudo-epidemiólogos que surgen
como hongos por doquier que “hay que hacer test a toda la población”. “¡Test masivos ya!” pregonan a los cuatro
vientos, sin saber muy bien de lo que hablan. Sus test rápidos son como mi
correa de la distribución, que sabemos que existe pero no para lo que sirve. Veamos:
hemos cambiado mucho de punto de vista en relación a estos test serológicos rápidos
que se realizan con sangre total o capilar mediante técnica de
inmunocromatografía de flujo lateral. La COVID-19 es una enfermedad desconocida
hasta ahora producida por un agente infeccioso nuevo (SARS-CoV-2)
sobre la que aprendemos cosas nuevas todos los días, ya que los modelos epidémicos
de otros coronavirus (de los alpha como HCoV-NL63 y HCoV-229E y de los beta como
HCoV-HKU1, HCoV-OC43, SARS-CoV, MERS-CoV) son distintos y el agente causal provoca en el
organismo que invade respuestas diferentes, incluida la serológica. Como el
aprendizaje es diario, a diferencia de quienes, sin base alguna, creen que saben más, reconocemos
nuestra ignorancia y cambiamos de opinión cada vez que encontramos nuevas
evidencias. Dijimos con la OMS, en su momento, que se trataba de
una infección como la gripe y que no había evidencias de que los asintomáticos la transmitieran . Era lo que se pensaba entonces con el conocimiento que se
tenía de lo que estaba ocurriendo y tras esa estela de tanto prestigio nos
situamos muchos. Algunos pandemiólogos sobrevenidos,
por desconocimiento o por mala fe, acusan al organismo internacional de
errático y le retiran la financiación y hasta el saludo, pero recomiendan a los ciudadanos que se
inyecten lejía para prevenir la infección. Ellos y quienes les votan, sabrán. Porque
en esta fase de conocimiento en la que aún nos encontramos, mucha
información es precipitada o está poco contrastada , en parte porque es fruto
de investigaciones contra-reloj que sortean los filtros de prudencia y
verificación que impregnan esta disciplina en situaciones basales. Las opiniones sin
base empírica están muy arraigadas en estos momentos, como señala Ioannidis,
y, añado yo, si esto pasa entre científicos e investigadores ¿qué podemos esperar
de los sabelotodo que nos asaltan por
todos lados?
Y en el centro de la inconsistencia y la polémica, más por
necesidad que por virtud, están los test serológicos rápidos para diagnóstico
de la COVID-19. A los primeros que llegaron los abrazamos como la solución a
todos nuestros problemas pues, supuestamente, nos iban a ayudar al diagnóstico
de forma mucho más rápida y sencilla que la PCR que utilizábamos. Los fabricantes,
para aumentar la confusión, informaban en sus documentos comerciales de pruebas
de validación rápidas e insustanciales contrastando con una gold estándar poco válida para ellos, la
PCR, pues ambas pruebas recogen fenómenos diferentes (presencia viral ésta y
reacción inmunológica aquéllos) que ocurren en distintos momentos. Cuando a los
catedráticos de salud pública recién
matriculados y sin ninguna preparación que teorizan en foros variopintos les
llegó esta información, desde su absoluto desconocimiento comenzaron a pregonar
todo tipo de teorías peregrinas, desde la ineptitud al fraude, sin darse cuenta
muchas veces de que en la conspiración involucraban también a los de su bandería,
que gestionan tan bien o tan mal una gran parte del sistema sanitario que, en
nuestro país, está descentralizado. Mucha información, pero escasa o nula formación,
un cóctel peligroso.
Antes de conocer bien los tiempos de la respuesta
inmunitaria a este virus y ante la escasez de pruebas PCR de que disponíamos,
pensamos que quizás los test rápidos pudieran servirnos para hacer screening que seleccionara, en condiciones
de alta sensibilidad, qué personas necesitarían una comprobación de la
infección mediante la prueba de presencia viral activa (PCR-RT). Pero la
cronología de acontecimientos no era propicia: no se trataba de conocer cuántos
falsos negativos tenían los test rápidos (sensibilidad), sino que tuvimos que concluir
que serología negativa (test rápido) y presencia viral positiva (RT-PCR) era una
combinación tan real como frecuente, sin que fuera incoherente y sin que
ninguno de los dos resultados estuviera equivocado (ninguno falso): se
trataba simplemente del inicio de la infección, antes de que la respuesta
inmunitaria se hubiera producido.
Cuando tuvimos ocasión de validar sus resultados con una
prueba que sí es referencia para los test rápidos (determinación de
inmunoglobulinas específicas por ELISA) comprobamos que, en general reconocían
acertadamente (sensibilidad) entorno al 90-94% de los afectados y sobre
un 96-97% de los que no habían tenido un contacto infectante con el SARS-CoV-2
(especificidad). Descubrimos, no
obstante, otros inconvenientes no previstos, como que obtienen resultados
diferentes según el lote en las mismas marcas comerciales (sensibilidad y especificidad
variable dentro de los mismos test).
Pero, aprendiendo cada día de las cosas nuevas hemos
comprobado que su utilidad es limitada, además de por todo lo dicho, porque
esta infección se comporta de forma diferente a otras producidas por virus de
la misma familia (presencia de asintomáticos que transmiten la infección, R0 muy
alto sin intervención) y porque la respuesta inmunitaria en los infectados es
hasta cierto punto inexplicable en gran parte de ellos, si tomamos como
referencia la secuencia y cronología habitual, siguiendo patrones muy distintos
según evolución clínica y severidad. Muchos test rápidos recogen presencia (cualitativa)
de dos inmunoglobulinas (anticuerpos)
específicas contra distintas proteínas de la cubierta viral: IgM e IgG. Según
lo conocido y tal como reflejan los primeros informes de inmunología que se
difundieron, los síntomas, si los
hubiere, se inician aproximadamente a los 5-7 días de la infección (mediana)
detectándose en ese momento en casi todos los casos que tendrán un curso leve
la presencia viral en orofaringe (PCR), eliminando cantidades importantes de virus
(infectando) durante los siguientes 7 días, también aproximadamente, plazo al
final del cuál suele positivizarse la IgM mientras la presencia viral se hace
mínima (poco infectante) persistiendo, no obstante, la PCR positiva. Sobre el
día 11-14 después del inicio de los síntomas aparece la IgG mientras se suele
hacer negativa la IgM (pueden coexistir positivas ambas unos días) haciéndose
indetectable la presencia viral (no infectante y PCR negativa). A partir del
día 21 desde el comienzo de los síntomas el único vestigio de la infección pasada
es la IgG específica que debería persistir en títulos altos un tiempo indefinido
(protección inmunitaria). En individuos asintomáticos o con curso leve de la
enfermedad (la mayoría) así es como pensábamos que sucedían las cosas, al menos
así nos las contaron en multitud
de informes y artículos científicos , con el conocimiento
existente en cada momento y bajo esos parámetros hemos articulado nuestra
respuesta y hemos interpretado los resultados.
Pero la evidencia de las grandes variaciones individuales
(cursos tórpidos de la infección en individuos previamente sanos sin conocer la
causa e, incluso, en pacientes asintomáticos) y grupales (edades, presencia de
enfermedades crónicas) que alteran la dinámica viral y la respuesta inmunitaria,
enseguida nos avisaron de que sobre ese patrón teórico descrito se iban a
encontrar tantas y tan dispares diferencias que la interpretación de los
resultados de las pruebas diagnósticas no podía ser “tan de manual” como
esperábamos y, por ello, la utilidad de los test serológicos rápidos para el
diagnóstico individual quedaba muy comprometida. Abundando en esto un reciente artículo publicado en
Nature advierte que las cosas no son como parecen, que en el COVID-19 la aparición
de anticuerpos a veces ocurre mucho más tarde de lo previsto, que con gran
frecuencia IgM e IgG se positivizan a la vez (“nuestro gozo en un pozo”) o, lo
que resulta más inexplicable, que la IgG aparece antes que la IgM. Todo eso sin
entrar en que a día de hoy existen muchas dudas sobre si la IgG confiere
inmunidad permanente o, en caso contrario, hasta cuándo lo hace, o qué puede
significar en realidad que personas que han pasado la enfermedad no presenten
IgGs específicas.
Las connotaciones de todo ello en la actual estrategia de
desescalamiento son importantes. Se prioriza el mantenimiento de la distancia
social y la detección rápida de casos, en especial asintomáticos, y sus contactos.
Sobre lo primero la teoría que lo sustenta es que si todos nos quedáramos
quietos durante 14 días y a más de 2 metros de distancia de cualquier otra
persona el virus desaparecería “por inanición”, es decir, por extinción en los
individuos infectados con capacidad inmunitaria sin posibilidad de contagio a
otra persona, quedando reservado solamente en un pequeño número de personas de evolución
complicada. Para lo segundo lo que prima es el diagnóstico de presencia activa
del virus, que no es otro que el que ofrece la PCR-RT o cualquier otra técnica molecular
que haga lo mismo (identificación del RNA viral en tiempo real), pero no los
test de diagnósticos serológicos. Estos deben quedar para el cálculo de la
seroprevalencia poblacional (tasa de personas que han pasado la enfermedad,
sintomática o no, y obtenido alguna respuesta inmunológica) en muestras representativas,
considerando siempre el margen de error del instrumento de medida (sensibilidad
y especificidad) además del inherente al tamaño muestral y su diseño.
Tras los resultados comentados, ni siquiera la
diferenciación entre IgM e IgG significa nada, proponiéndose en la actualidad
que a ambas se les dé el mismo valor: la persona ha pasado la enfermedad en
algún momento previo a la realización de la prueba. Se ratifica por tanto que no
sirven para el diagnóstico individual, sino solo para el grupal, admitiendo que
ante una prueba positiva de anticuerpos en una persona con PCR previo positivo
o clínica sugerente de COVID-19 anterior podemos aventurar con cierta garantías
que el individuo pasó la enfermedad y desarrolló inmunidad contra el agente
causal, y ante una prueba con anticuerpos negativos en una persona que nunca
tuvo síntomas ni una PCR positiva la probabilidad de que nunca haya entrado en contacto
con el SARS-CoV-2 es elevada, siendo por lo tanto vulnerable a la infección.
Por ello y como se ve, las pruebas rápidas de serología,
sirven para poco en el momento actual para la estrategia de control de la epidemia que se plantea, pues no pueden reconocer casos activos o contactos
infectados durante el periodo en que pueden contagiar a los demás. Así de claro.
Entonces, ¿por qué la exigencia de muchos advenedizos de la
realización de “test masivos”? Por nada, porque no saben para qué sirven. Ante
este dilema son yo mismo cuando levanto el capó del vehículo. Tan solo pretenden
que, si no se hacen, lo que es lógico y recomendable, se pueda acusar a las
autoridades sanitarias de ineptitud y de mala gestión de la crisis. Y de paso,
de ignorantes a los expertos que les asesoran. El mundo al revés, aunque sea lo
que hay.
Por encima de la verdad, la utilidad buscada. No dudo que si
se hicieran masivamente se echarían las manos a la cabeza denunciando la
ineficacia de la medida y el despilfarro de recursos públicos. Todo vale. El
resultado de sus investigaciones ya está escrito y su objetivo no parece que
sea el de mejorar la salud de la población. Pero veamos, si el resultado de un
test es positivo el individuo posiblemente pasó esta enfermedad y si es
negativo posiblemente no lo haya hecho. Punto y final. Para satisfacer la
curiosidad de cada cual o para justificar un gasto innecesario puede valer,
pero de nada le sirve ese resultado a quien no pasó la enfermedad pues mañana
o, incluso, el mismo día en que se hizo el test rápido, podría estar infectado
sin que la prueba detectara nada (falso negativo en relación al momento de la
toma de muestra). Quien resulte positivo debería pensar, además, que puede
seguir infectando a los demás, en especial si relaja las medidas de protección,
trasladando, por ejemplo, con sus manos partículas virales de un infectado
activo o de una superficie contaminada a una persona vulnerable, aparte de considerar
que a día de hoy no sabemos cuánto ni por qué periodo esos anticuerpos que ha
desarrollado su organismo van a protegerle de futuras exposiciones al agente
causal. Quien resulte negativo, en especial si ha tenido síntomas, tampoco puede
asegurar que no esté infectado en ese momento por cuestiones del rendimiento
técnico de los kits (las pruebas tienen entre un 5% y un 10% de falsos
negativos) o, si no lo está, no puede confiar en que no forme parte del 13 al 20% de
individuos que, según los resultados de la Encuesta de Seroprevalencia Nacional, han pasado la infección (fueron
PCR positivos) pero no tienen serología positiva en los test rápidos.
Ni los resultados del test rápido cambian nada a nivel
individual ni, por lo que sabemos, hay que tomar medida alguna con nadie, ni
aconsejarle que se deje de cuidar como los demás. Cero incidencia en el desarrollo
de la epidemia ni en la posibilidad de rebrotes. Tan solo servirían, pensando en estrategias poblacionales futuras, analizando sus resultados agregadamente en una
muestra de población, para conocer con cierta aproximación qué proporción de la
misma ha pasado la COVID-19.
Pretender hacer un test rápido a todos los individuos de una
población para conocer su seroprevalencia denota, además de un gran desconocimiento de la materia, un desprecio
bastante notable por el dinero del contribuyente. La estadística, como
instrumento de las ciencias sociales y de otras ciencias de la salud, demostró
hace mucho que el conocimiento de un dato de toda la población (tasa de
prevalencia de anticuerpos para el SARS-CoV-2, por ejemplo) no requiere
investigar a cada uno de los individuos que la componen, sino que en determinadas
condiciones es posible averiguarlo con gran precisión (en realidad, con el margen
de error que estemos dispuestos a asumir y a pagar) y de modo mucho más
sencillo y barato: se trata de estudiarlo en una muestra “representativa” de la
población. Nada nuevo. Aunque para bochorno de quienes algo entienden de esto y
a mayor gloria de la campaña populista de algunos
alcaldes y dirigentes de gobiernos regionales, los hay que están dispuestos a
desafiar el sentido común y despilfarrar los recursos de todos para obtener
un dato que en estos momentos posee un interés muy relativo, no va a tener ninguna
incidencia en el curso de la epidemia, ni va a aportar información sensible que
ayude a proteger mejor la salud de la población. Es más, como no acudirá la totalidad de los residentes de las localidades en que se pongan en marcha estos análisis (han empezado en Torrejón de Ardoz), en vez de un registro de toda la población obtendrán datos de muestras no probabilísticas (de conveniencia), absolutamente sesgadas (acudirán más quienes con más probabilidad hayan pasado la infección), por lo que, a pesar de la grandilocuencia con que se anuncian y las pretensiones de "verdad absoluta" que aspiran a conocer, los resultados ni siquiera serán representativos de la seroprevalencia de la población de esas localidades. Lo que sí hubieran podido conocer, si tuviera algún interés a nivel municipal en un mundo tan interconectado, con una muestra "representativa" de la población de esas localidades, un trabajo mucho más sencillo, barato, eficaz y válido científicamente. Con su pan se lo coman. En
algunas marquesinas de Londres apareció un afiche de una enfermera que recomendaba
“votar por alguien sensato la próxima vez”. Un gran consejo.
Otro: dediquen esos ingentes recursos que se van a gastar en
una actividad de dudosa eficacia y con muy poca incidencia en el curso de la
epidemia (unos 2,6 millones de € a precio de amiguísimo -20€ por test- si se lo hicieran los
130.000 habitantes de la localidad del Henares), por ejemplo a apoyar la
estrategia oficial de desescalada de la región, contribuyendo con ellos a incrementar el
número de pruebas de infección activa (PCR) disponibles y contratando personal
sanitario y “rastreadores” para la detección de casos asintomáticos y
contactos.
Es una idea.
Manuel Díaz Olalla
31 de mayo de 2020
N. del A. Un buen amigo que sigue los noticieros de la tv (¡qué valor, el tío!) me comentaba que muchas de las personas que acudían ayer a una de esas carpas improvisadas de Torrejón a someterse a la prueba rápida parecía, por sus palabras ante las cámaras, que pensaban que la propia prueba era curativa. Me recordó mi época de médico de familia asistencial en que muchas veces tuve la sensación de que algunos pacientes confundían prueba diagnóstica con tratamiento. "Échele usted las gomas al niño, doctor, a ver si se le pasa esa tos perruna" , o "Pídame una radiografía para que se me quite el dolor de cervicales". En el caso que nos ocupa me cabe la duda de si quienes han organizado este despropósito lo creerán también. Lo pareciera si atendemos al literal de sus reclamaciones de estas últimas semanas: "Exigimos al gobierno que haga test a todos los ciudadanos" o "Los países donde más test se han hecho han registrado menos muertos por la pandemia. Vean si no lo que ha pasado en Corea". Con esos mensajes no es de extrañar que la gente esté deseando que le hagan el test "para pasar la página de esta maldita COVID-19 y poder estar tranquilos". Conocíamos la falta de rigor científico de muchos dirigentes, solo comparable a su aprecio por todo lo que pueda derivarles réditos electorales, pero no podemos pensar que sea la superstición y no la simple torpeza lo que les lleva a actuar como lo hacen.
RESUMEN. En los momentos actuales, entre dirigentes
políticos y personajes que aparecen en los medios de comunicación, proliferan
los “epidemiólogos que todo lo saben y de todo opinan”, aunque sin base ni
conocimiento, generalmente buscando en sus intervenciones su interés personal o el más conveniente a
su ideología, en vez de pensar en la salud de la población. La epidemiología es
una disciplina de las ciencias de la salud que exige rigor, precisión y mucha
cautela, virtudes que no adornan precisamente a estos individuos, a pesar de
que en las actuales circunstancias de la pandemia de COVID-19 y ante la necesidad
urgente de puesta en marcha de soluciones para contenerla, se publican muchos
trabajos que no han pasado los filtros debidos y los controles recomendables.
En relación a los test de diagnóstico serológico rápido,
como en otros asuntos de esta epidemia, hemos cambiado de puntos de vista, como
lo hacen los organismos internacionales de más prestigio, en la medida en que
avanza el conocimiento, a la vez que hemos aprendido a desterrar la referencia de modelos de otros coronavirus, pues el SARS-Cov-2 es distinto a los demás y
provoca en los individuos reacciones diferentes, incluida la inmunológica.
Esos test dan información sobre la existencia de respuesta serológica a la presencia del virus, pero ambas cosas, presencia y
respuesta, son fenómenos diferentes que ocurre en momentos distintos. Por ello las
pruebas que detectan infección activa (PCR) no pueden ser referencia para
comprobar la validez y fiabilidad de esos test. Usando una prueba gold estándar adecuada (por ejemplo, los análisis por ELISA) comprobamos que la mayoría de las pruebas rápidas que se están usando en la actualidad cuentan con una sensibilidad aceptable (90-94%) y una
mejor especificidad (97%). Pero el hecho de que la frecuencia de falsos negativos,
aunque baja, fuera poco recomendable para el seguimiento de esta enfermedad (un infectado que no se aísle puede infectar a su vez a muchas otras personas) y el
conocimiento de que cuando estas pruebas se positivizan la infección aguda
(posibilidad de contagiar a otros) ya concluyó en la mayoría de los casos, las
hacen poco útiles para la estrategia de control epidémico que pasa
necesariamente por identificar a los casos activos y seguir a sus contactos. Por lo
tanto al grito de ” Test rápidos masivos ya”, como claman algunos, habría que contestar "¿Para qué?".
Además, la variedad de respuestas inmunológicas
diferentes (tiempos y secuencia de aparición de las inmunoglobulinas específicas)
hacen casi imposible la interpretación individual de sus resultados por lo que su
uso debe reservarse para el conocimiento de la seroprevalencia poblacional y esto bajo determinadas premisas.
El uso individual de esos test para el diagnóstico
está, como se dice, muy limitado, o por la propia validez de los mismos o por el
momento en que se realizan. Un test negativo no puede descartar la presencia de
infección activa, de la misma forma que un test positivo tampoco garantiza
totalmente que el individuo no pueda infectar a otros, bien directamente o bien trasladando
partículas virales de unos individuos a otros.
Pero su uso poblacional para el conocimiento de la
seroprevalencia, desde la lógica y desde el conocimiento debe hacerse estudiando muestras
representativas de la población o de grupos de ella y no a la totalidad de la misma, como se ha hecho
en algunos lugares. Son prácticas sin respaldo científico, onerosas y por tanto
ineficaces que, además, ni siquiera informan de lo que pretenden (% de personas
que han pasado la infección) porque las muestras no probabilísticas y de conveniencia
que “a resultas” generan (acuden más quienes más probabilidad tienen de haber
pasado la enfermedad) ofrecen resultados sesgados y erróneos que para nada sirven. Además este tipo de iniciativas en el momento actual no van a tener ninguna incidencia en el curso de la epidemia, ni
van a aportar información sensible que ayude a proteger mejor la salud de la
población. Tan solo, eso sí, parece que son buenas herramientas de propaganda
personal y política de quienes las impulsan.
Más claro imposible. Vencerá la razón o el populismo barato?
ResponderEliminarGracias Manolo por este entretenido texto para todos los públicos.
Magnifico artículo, sin duda.
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