Una tarde de Octubre de 1997, cerca de Xisec, en la región de Alta
Verapaz, Guatemala, asistí a un episodio que jamás he podido olvidar y que, de
forma indudable, me marcó para el resto de mi vida. Una mujer indígena de la
etnia q'eqchi, casi una adolescente a pesar de sus dos hijos, era puesta en la
calle por el personal del pequeño hospital al que había acudido a parir porque no
podía pagar la cesárea que necesitaba ante la imposibilidad de que el parto
progresara por vía vaginal. Ella y su marido, con sus dos hijos pequeños, cabizbajos,
emprendieron ante nuestros atónitos ojos el camino de regreso a su casa para
que ella y su imposible hijo murieran discretamente después de una más que previsible
terrible agonía. El hospital era privado y sus gestores no contemplaban otra
relación con los pacientes, o sea, con los clientes, que la del pago por cada
servicio sin excepciones; el centro público de aquél pueblo no estaba preparado
para esa sencilla intervención y el hospital gratuito más cercano, regentado
por una ONG danesa, estaba demasiado lejos como para que la desesperada señora,
con el parto ya iniciado, pudiera llegar a tiempo.
Alguien que conocía bien aquélla terrible realidad de la pobreza cruel y el subdesarrollo me dijo tras escrutar detenidamente la perplejidad en mi rostro: “El marido lo siente ahora, pero en unos días pensará que con menos dinero que el que ahora no ha podido pagar, podrá costear la dote de otra mujer aún más joven y más fuerte, que trabajará más horas en el campo y en la casa, y con la que sin duda se casará”. Hay que añadir que la conmoción de aquél momento se justifica, como tantas veces, por la presencia real y constatable de quienes sufren las injusticias, gente con rostro que pasa delante de ti y a la que es posible tocar, ya que la existencia de la barbarie en este o en cualquier otro formato, formaba ya por entonces parte de mi conocimiento teórico del mundo a través de experiencias leídas o relatadas por otros.
Aquélla tarde ardiente en el paraíso pensé dos cosas: una que debíamos sentirnos orgullosos de vivir en un país, como era España en aquéllos años, cuyos ciudadanos habían conquistado un sistema sanitario que atendía a todos por igual según sus necesidades, sin excluir a nadie y sin generar diferencias en la asistencia por razones de etnia, religión, poder adquisitivo, raza o situación administrativa. Un sistema sanitario público, gratuito1, universal y de calidad. La otra es que merecía la pena dedicar la vida, o una parte de ella, a luchar porque todos los ciudadanos del mundo hicieran realidad ese sueño: el de alcanzar ese derecho humano esencial.
Han pasado los años y, al menos en estos últimos, hemos asistido a una cierta convergencia entre las dos realidades: la del mundo en desarrollo, cuya representación en este ejemplo puede seguir siendo Guatemala, y la del mundo desarrollado, que bien pudiera ser España. Mientras aquél ha avanzado enormemente hacia la universalidad en la atención de salud, nosotros hemos retrocedido de forma dramática. El panorama dibuja un sarcasmo cuando asistimos al hecho de que nuestro país se erige en el mundo, por medio de sus políticas de cooperación internacional, en adalid de la defensa de esa universalidad en la atención de salud mientras que, internamente, acaba con ella.
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Así, el gobierno español promulgó el Decreto 16/2012 que modifica el régimen del sistema sanitario convirtiéndolo en uno de aseguramiento, acabando con la universalidad en que se basaba hasta entonces. Esto ha provocado la exclusión de más de 830.000 personas del mismo, a la vez que ha restringido el acceso de muchas más a multitud de prestaciones, al establecer copagos/repagos para alcanzarlas, lo que determina importantes limitaciones en función del nivel adquisitivo. Exclusión, por tanto, por la situación administrativa ligada al origen –la mayoría de los que han visto conculcado este derecho son extranjeros sin permiso de residencia-, por el poder adquisitivo y, también, “por disuasión” pues uno de los efectos más deletéreos de dicho decreto emana de su capacidad para amplificarse de facto, alcanzando a personas que viven situaciones que no están afectadas directamente por el mismo, pero que se acaban auto-excluyendo por temor a no poder pagar una factura hipotética que se les podría extender aunque fuera indebidamente. Hay que añadir aquí, en justicia, que esto es posible por la ambigüedad del texto legislativo, incrementándose el riesgo de abuso cuando el paciente tiene la mala suerte de encontrarse en el sistema sanitario con algún trabajador con exceso de celo administrativo o dispuesto a aderezar su actuación con toques de su ideología personal o de inquina a los diferentes.
Soñábamos, a pesar de tantas cosas manifiestamente mejorables, con un sistema además de universal, de calidad, pero ésta se ha visto muy mermada en los últimos años por los enormes recortes que se ha aplicado en nuestro país a la sanidad pública. Unos son fruto de la merma directa del presupuesto, lo que provoca deterioro de la atención, cierre de servicios y disminución del número de profesionales y trabajadores sanitarios; mientras que otros ocurren por desviaciones injustificadas y fraudulentas de los fondos públicos, como es el caso de las privatizaciones que, en su formato más recurrente en la actualidad, se materializan en las derivaciones abusivas de lo público a lo privado. La sanidad privada, en muchos casos, se basa en un modelo de negocio que ha decidido vivir de la parasitación y el deterioro de lo que es de todos, con el apoyo injustificable y entusiasta de los topos que tiene ubicados en el sistema público, los que, a través de su dudosa gestión, desmantelan este para nutrir aquél. En el final del relato esta situación genera también dificultades de acceso: la de quienes quieren una asistencia sanitaria de calidad y que, ante la degradación del sistema público y sus propias posibilidades económicas, optan por dirigirse al sistema privado. No es lo mismo, sin duda, el límite al acceso de quienes son excluidos y no tienen alternativas, el caso equiparable al de la madre imposible de Guatemala, que el de quienes se dirigen a otro tipo de asistencia porque pueden pagarla, pero en el fondo todos son expulsados del sistema y sufren los efectos de las mismas y nefastas políticas.
Desde la entrada en vigor del aludido Decreto, han sido numerosas las instituciones o mecanismos de protección de derechos humanos de Naciones Unidas y del Consejo de Europa que han exigido a España reformarlo o abolirlo y garantizar el derecho a la salud sin discriminación. El último que se ha pronunciado en esta línea, el pasado mes de Enero, ha sido el Examen Periódico Universal de Naciones Unidas, que ha exigido al gobierno de nuestro país que garantice la universalidad de este derecho. Unos y otros han reconocido que el gobierno español ha vulnerado sus obligaciones en materia de derecho a la salud, recordando que los derechos humanos no pueden ser ignorados por las presiones fiscales y que la crisis económica no puede servir de pretexto para una restricción en el acceso a la atención sanitaria, que afecta a la esencia de ese derecho. Respecto a la especial situación de las mujeres, recientemente, en Diciembre de 2014, el Grupo de Trabajo de Naciones Unidas sobre discriminación contra las mujeres en la ley y en la práctica alertó del impacto que el decreto podría tener en este colectivo, por ser la atención médica la principal vía de detección de las mujeres víctimas de violencia.
El efecto de la exclusión sanitaria es multisectorial y de largo alcance. El sistema sanitario español ha actuado históricamente como un gran amortiguador de las graves desigualdades sociales y de condiciones de vida. Era, hasta ahora, una de los efectos más notables de su universalidad y su equidad. El lugar común tan recurrido de que el sistema español es de gran eficiencia porque consigue buenos resultados (larga esperanza de vida) con bajo gasto (uno de los más baratos de Europa en euros per cápita) explica exactamente eso. Pero crear ahora desigualdades en el acceso al mismo, sobre todo a base de excluir a los más vulnerables, es un error de enormes proporciones que ya se manifiesta en los indicadores de la salud: en el año 2012 se incrementó la mortalidad general en nuestro país en 12 puntos por 100.000 de la tasa ajustada respecto a la del año previo, mientras que desde 2007 venía disminuyendo una media de 30 puntos anuales. En el mismo año la esperanza de vida de los hombres retrocedía y se estancaba la de las mujeres.
Es una cuestión de principios y de valores. Hablamos de algo más que de la elemental justicia social: el planteamiento que se hace afecta claramente a la civilización y a todo lo que tiene que ver con ella. No le puede servir a un país como el nuestro la regla primitiva de la ley de la selva, esa que dice que sólo los fuertes y los poderosos, o los ricos, pueden sobrevivir. No. Todos y todas tienen derecho a la atención de salud que precisen. Ni más ni menos. Implantar la desigualdad en el acceso, excluyendo a cientos de miles de personas que no podrán pagar la asistencia que necesiten, precisamente cuando se incrementa la pobreza a extremos desconocidos desde hace muchos años (casi un tercio de la población en riesgo de padecerla) y se ahonda la brecha que separa a unos de otros (la diferencia entre la riqueza que atesora el 10% más rico de la población respecto al 10% más pobre entre 2007 y 2011 ha crecido un 65%) es crear las condiciones para una situación injusta, cruel, e incontrolable desde el punto de vista social y sanitario.
Ante lo que se aproxima no hay otra postura más decente que pedir a los ciudadanos que dirijan su voto tan sólo a los partidos que incluyan en sus programas la adopción de medidas legislativas que garanticen el acceso a los servicios de salud y los tratamientos médicos para todas las personas, con independencia de su situación administrativa o su poder adquisitivo y sin ningún tipo de discriminación. Estas medidas deben contemplar los mecanismos que aseguren su efectivo cumplimiento, procedimientos de información pública y de seguimiento de su eficacia, pues estamos demasiado acostumbrados a los incumplimientos de las promesas que se hacen en los períodos electorales y la gente no está dispuesta a tolerar una estafa más.
Deben blindarse los derechos sociales. Se trata nada más ni nada menos que de democracia. De la democracia real. Porque como escribió el premio Nobel de Economía Amartya Sen, más allá de la representación política y el respeto a la regla de la mayoría, la democracia implica la protección de los derechos y libertades de los individuos, el acceso a las prestaciones sociales y el derecho a acceder a la información, así como, participar activamente en la deliberación pública.
Alguien que conocía bien aquélla terrible realidad de la pobreza cruel y el subdesarrollo me dijo tras escrutar detenidamente la perplejidad en mi rostro: “El marido lo siente ahora, pero en unos días pensará que con menos dinero que el que ahora no ha podido pagar, podrá costear la dote de otra mujer aún más joven y más fuerte, que trabajará más horas en el campo y en la casa, y con la que sin duda se casará”. Hay que añadir que la conmoción de aquél momento se justifica, como tantas veces, por la presencia real y constatable de quienes sufren las injusticias, gente con rostro que pasa delante de ti y a la que es posible tocar, ya que la existencia de la barbarie en este o en cualquier otro formato, formaba ya por entonces parte de mi conocimiento teórico del mundo a través de experiencias leídas o relatadas por otros.
Aquélla tarde ardiente en el paraíso pensé dos cosas: una que debíamos sentirnos orgullosos de vivir en un país, como era España en aquéllos años, cuyos ciudadanos habían conquistado un sistema sanitario que atendía a todos por igual según sus necesidades, sin excluir a nadie y sin generar diferencias en la asistencia por razones de etnia, religión, poder adquisitivo, raza o situación administrativa. Un sistema sanitario público, gratuito1, universal y de calidad. La otra es que merecía la pena dedicar la vida, o una parte de ella, a luchar porque todos los ciudadanos del mundo hicieran realidad ese sueño: el de alcanzar ese derecho humano esencial.
Han pasado los años y, al menos en estos últimos, hemos asistido a una cierta convergencia entre las dos realidades: la del mundo en desarrollo, cuya representación en este ejemplo puede seguir siendo Guatemala, y la del mundo desarrollado, que bien pudiera ser España. Mientras aquél ha avanzado enormemente hacia la universalidad en la atención de salud, nosotros hemos retrocedido de forma dramática. El panorama dibuja un sarcasmo cuando asistimos al hecho de que nuestro país se erige en el mundo, por medio de sus políticas de cooperación internacional, en adalid de la defensa de esa universalidad en la atención de salud mientras que, internamente, acaba con ella.
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Así, el gobierno español promulgó el Decreto 16/2012 que modifica el régimen del sistema sanitario convirtiéndolo en uno de aseguramiento, acabando con la universalidad en que se basaba hasta entonces. Esto ha provocado la exclusión de más de 830.000 personas del mismo, a la vez que ha restringido el acceso de muchas más a multitud de prestaciones, al establecer copagos/repagos para alcanzarlas, lo que determina importantes limitaciones en función del nivel adquisitivo. Exclusión, por tanto, por la situación administrativa ligada al origen –la mayoría de los que han visto conculcado este derecho son extranjeros sin permiso de residencia-, por el poder adquisitivo y, también, “por disuasión” pues uno de los efectos más deletéreos de dicho decreto emana de su capacidad para amplificarse de facto, alcanzando a personas que viven situaciones que no están afectadas directamente por el mismo, pero que se acaban auto-excluyendo por temor a no poder pagar una factura hipotética que se les podría extender aunque fuera indebidamente. Hay que añadir aquí, en justicia, que esto es posible por la ambigüedad del texto legislativo, incrementándose el riesgo de abuso cuando el paciente tiene la mala suerte de encontrarse en el sistema sanitario con algún trabajador con exceso de celo administrativo o dispuesto a aderezar su actuación con toques de su ideología personal o de inquina a los diferentes.
Soñábamos, a pesar de tantas cosas manifiestamente mejorables, con un sistema además de universal, de calidad, pero ésta se ha visto muy mermada en los últimos años por los enormes recortes que se ha aplicado en nuestro país a la sanidad pública. Unos son fruto de la merma directa del presupuesto, lo que provoca deterioro de la atención, cierre de servicios y disminución del número de profesionales y trabajadores sanitarios; mientras que otros ocurren por desviaciones injustificadas y fraudulentas de los fondos públicos, como es el caso de las privatizaciones que, en su formato más recurrente en la actualidad, se materializan en las derivaciones abusivas de lo público a lo privado. La sanidad privada, en muchos casos, se basa en un modelo de negocio que ha decidido vivir de la parasitación y el deterioro de lo que es de todos, con el apoyo injustificable y entusiasta de los topos que tiene ubicados en el sistema público, los que, a través de su dudosa gestión, desmantelan este para nutrir aquél. En el final del relato esta situación genera también dificultades de acceso: la de quienes quieren una asistencia sanitaria de calidad y que, ante la degradación del sistema público y sus propias posibilidades económicas, optan por dirigirse al sistema privado. No es lo mismo, sin duda, el límite al acceso de quienes son excluidos y no tienen alternativas, el caso equiparable al de la madre imposible de Guatemala, que el de quienes se dirigen a otro tipo de asistencia porque pueden pagarla, pero en el fondo todos son expulsados del sistema y sufren los efectos de las mismas y nefastas políticas.
Desde la entrada en vigor del aludido Decreto, han sido numerosas las instituciones o mecanismos de protección de derechos humanos de Naciones Unidas y del Consejo de Europa que han exigido a España reformarlo o abolirlo y garantizar el derecho a la salud sin discriminación. El último que se ha pronunciado en esta línea, el pasado mes de Enero, ha sido el Examen Periódico Universal de Naciones Unidas, que ha exigido al gobierno de nuestro país que garantice la universalidad de este derecho. Unos y otros han reconocido que el gobierno español ha vulnerado sus obligaciones en materia de derecho a la salud, recordando que los derechos humanos no pueden ser ignorados por las presiones fiscales y que la crisis económica no puede servir de pretexto para una restricción en el acceso a la atención sanitaria, que afecta a la esencia de ese derecho. Respecto a la especial situación de las mujeres, recientemente, en Diciembre de 2014, el Grupo de Trabajo de Naciones Unidas sobre discriminación contra las mujeres en la ley y en la práctica alertó del impacto que el decreto podría tener en este colectivo, por ser la atención médica la principal vía de detección de las mujeres víctimas de violencia.
El efecto de la exclusión sanitaria es multisectorial y de largo alcance. El sistema sanitario español ha actuado históricamente como un gran amortiguador de las graves desigualdades sociales y de condiciones de vida. Era, hasta ahora, una de los efectos más notables de su universalidad y su equidad. El lugar común tan recurrido de que el sistema español es de gran eficiencia porque consigue buenos resultados (larga esperanza de vida) con bajo gasto (uno de los más baratos de Europa en euros per cápita) explica exactamente eso. Pero crear ahora desigualdades en el acceso al mismo, sobre todo a base de excluir a los más vulnerables, es un error de enormes proporciones que ya se manifiesta en los indicadores de la salud: en el año 2012 se incrementó la mortalidad general en nuestro país en 12 puntos por 100.000 de la tasa ajustada respecto a la del año previo, mientras que desde 2007 venía disminuyendo una media de 30 puntos anuales. En el mismo año la esperanza de vida de los hombres retrocedía y se estancaba la de las mujeres.
Es una cuestión de principios y de valores. Hablamos de algo más que de la elemental justicia social: el planteamiento que se hace afecta claramente a la civilización y a todo lo que tiene que ver con ella. No le puede servir a un país como el nuestro la regla primitiva de la ley de la selva, esa que dice que sólo los fuertes y los poderosos, o los ricos, pueden sobrevivir. No. Todos y todas tienen derecho a la atención de salud que precisen. Ni más ni menos. Implantar la desigualdad en el acceso, excluyendo a cientos de miles de personas que no podrán pagar la asistencia que necesiten, precisamente cuando se incrementa la pobreza a extremos desconocidos desde hace muchos años (casi un tercio de la población en riesgo de padecerla) y se ahonda la brecha que separa a unos de otros (la diferencia entre la riqueza que atesora el 10% más rico de la población respecto al 10% más pobre entre 2007 y 2011 ha crecido un 65%) es crear las condiciones para una situación injusta, cruel, e incontrolable desde el punto de vista social y sanitario.
Ante lo que se aproxima no hay otra postura más decente que pedir a los ciudadanos que dirijan su voto tan sólo a los partidos que incluyan en sus programas la adopción de medidas legislativas que garanticen el acceso a los servicios de salud y los tratamientos médicos para todas las personas, con independencia de su situación administrativa o su poder adquisitivo y sin ningún tipo de discriminación. Estas medidas deben contemplar los mecanismos que aseguren su efectivo cumplimiento, procedimientos de información pública y de seguimiento de su eficacia, pues estamos demasiado acostumbrados a los incumplimientos de las promesas que se hacen en los períodos electorales y la gente no está dispuesta a tolerar una estafa más.
Deben blindarse los derechos sociales. Se trata nada más ni nada menos que de democracia. De la democracia real. Porque como escribió el premio Nobel de Economía Amartya Sen, más allá de la representación política y el respeto a la regla de la mayoría, la democracia implica la protección de los derechos y libertades de los individuos, el acceso a las prestaciones sociales y el derecho a acceder a la información, así como, participar activamente en la deliberación pública.
Manuel
Díaz Olalla
(1) La gratuidad es del acto médico, porque el sistema está financiado por los ciudadanos a través de los impuestos.
(Publicado en El diario Público -www.publico.es- el día 23 de Febrero de 2015, y en Actualidad Humanitaria -www.actualidadhumanitaria.com-)
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