martes, 15 de julio de 2014

¿De quién son los medicamentos?

¿Por qué nadie discute el precio de los medicamentos mientras todos nos cuestionamos si debemos dejar morir a quienes no tengan recursos económicos para pagarlos?


Recientemente se suscitó una interesante polémica en la opinión pública y en círculos profesionales sanitarios a costa del elevado precio de un nuevo medicamento para tratar la hepatitis C y sobre si la sanidad pública debe financiarlo para los pacientes que lo necesiten. De entrada, el Ministerio de Sanidad se ha negado a hacerlo excepto para casos muy graves y los posicionamientos que han tomado unos y otros ante ello nos pueden servir para plantear una reflexión acerca de en qué país vivimos y qué ocurre cuando elementos esenciales para la vida, como son los medicamentos que curan enfermedades que pueden ser mortales, dejan de ser un derecho de la gente porque se han convertido en objeto de la codicia y el interés lucrativo.

La hepatitis C es una enfermedad infecciosa que con gran frecuencia se hace crónica (hasta un 80% de los casos). Muchos de estos casos, tras una larga evolución durante la cual la mayoría de los infectados desconoce que lo está, desarrollan graves formas de hepatopatías crónicas, cirrosis y cáncer de hígado.  Se calcula que en España unas 900.000 personas están infectadas por el Virus de la Hepatitis C, aunque el 70% de ellas no lo sepa. Una gran parte contrajo la enfermedad en el propio sistema sanitario en las décadas de los 70 y los 80 al recibir sangre u otros hemo-derivados que contenían el virus, cuando no existía aún la tecnología adecuada que identificara al agente causal en las donaciones.

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Las personas infectadas sufren sus efectos durante largo tiempo, debiendo destacarse el enorme costo humano, familiar y social que esto conlleva. Los afectados son tratados hasta ahora con fármacos cuya eficacia se cifra, aproximadamente, entre un 40% a un 60%, sufriendo generalmente graves efectos secundarios en el curso de los tratamientos. El costo medio de este tratamiento tradicional oscila entre 30.000 a 40.000 euros por paciente y en muchos casos, si fracasa, se debe acudir al transplante hepático, intervención que, sólo en costes directos, requiere un desembolso de entre 75.000 a 100.000 euros. Sumen y sigan.

Recientemente ha aparecido un medicamento cuya eficacia, en términos de curación definitiva de la infección, alcanza más del 90%. Está desarrollado y producido por el laboratorio Gilead, se comercializa en Europa con el nombre de Sovaldi y el coste medio del mismo (tratamiento de 12 semanas) ronda los 60.000 euros, aunque puede llegar a los 100.000 euros en algunos casos. Cada comprimido cuesta, por tanto, algo así como 700 euros. En otros países se está comercializando a un precio menor: en Gran Bretaña cuesta un 30% menos de lo que se propone en nuestro país. Algunos estudios indican que el coste de fabricación puede rondar los 2 euros reales por comprimido y que el coste restante (ese sobrecoste que multiplica el precio unas 350 veces) se lo lleva la recuperación de la inversión que realizó el fabricante en la investigación, las patentes, el marketing publicitario y, seguro, los jugosos beneficios que piensan embolsarse los socios del laboratorio farmacéutico cuando amorticen todos los demás costes.

En el caso de que no se incluya en la financiación pública, con o sin copago, las posibilidades de tratar de forma eficaz y con pocos efectos secundarios una enfermedad que es mortal con gran frecuencia, quedarían reservadas solo para quienes puedan pagar esos desorbitantes precios. En caso contrario, la mejor alternativa para el fabricante y para los enfermos, lo pagaremos entre todos con nuestros impuestos. Incluidos los jugosos dividendos de los socios de la empresa que lo produce. Y todos se preguntan: ¿la sanidad pública de este país puede pagar esos tratamientos?

Creo que la pregunta se plantea ya contaminada por el espíritu de la ideología ultra-liberal que lo impregna todo y del que no somos capaces de evadirnos. Realmente la cuestión debiera ser: ¿alguien puede negarle a un ser humano una medicina que le puede salvar la vida? O esta otra: ¿por qué nadie discute el precio de los medicamentos, fijado arbitrariamente muchas veces por el ánimo del lucro sin límite y nunca para atender las necesidades elementales de las personas, mientras todos nos cuestionamos si debemos dejar morir a quienes no tengan recursos económicos para pagarlos? O llegando más lejos: ¿de quién son los medicamentos? ¿Quién tiene derecho a ellos?

En la sociedad más justa con la que muchos soñamos la investigación farmacéutica y sus resultados estarán a disposición de todos los que lo necesiten para recuperar la salud. Si es preciso se rescatará para lo público, en aras del interés general, todo lo que sea fundamental para la vida y para el bienestar de las personas. El negocio, no hay duda, debe pasar a un segundo plano cuando se trata de la salud. Las ejemplares mareas blancas que se levantan en Madrid en los últimos meses para contestar las políticas del gobierno regional que ha realizado la más nefasta gestión sanitaria que se recuerda, así lo exige como un clamor.

La inversión que redunda en bienes elementales para la salud debe ser de todos y producir beneficios para quienes lo necesiten. Y si no puede ser así, que se tase el esfuerzo que realizó la iniciativa privada para el desarrollo de medicamentos u otros bienes de innovación y se pague a un  precio regulado, social y justo para que pueda fabricarse a costes razonables.

La visión cortoplacista que muchas veces rige el comportamiento de quienes toman las decisiones políticas les impulsa a cálculos sin perspectiva. Por ello, en un tema como el que aquí se trata, se toman decisiones, o se dejan de tomar como es el caso, tan sólo basadas en lo popular que resulte el esfuerzo inmediato sin ponderar escenarios futuros ni, muchas veces, el sufrimiento humano. Con las cuentas a medio echar en los párrafos precedentes, no es difícil concluir que, en el caso de este medicamento, sanar a una gran parte de los portadores de ese virus reportaría en el futuro un inmenso ahorro económico a las arcas públicas, en términos de la cantidad de caros e ineficaces tratamientos que no tendrían que hacerse, incluyendo los costosos transplantes, que podrían reservarse para otros enfermos que en la actualidad engrosan las listas de espera. Sin contar, por supuesto, lo más importante: salvar las vidas y recuperar el bienestar de decenas de miles, quizás cientos de miles, de personas. Hágase por tanto la inversión pública de financiar este tratamiento, como otros que se necesiten, si es posible a precios justos para aquéllas personas que cumplan los criterios médicos. Como todo en política, se trata de priorizar en qué se gastan los recursos. Y calcúlese con previsión futuros escenarios para ir rescatando para el beneficio colectivo el fruto de la investigación en medicamentos o tecnologías sanitarias. Y estando en estas ¿qué tal si volviera el impulso a la investigación pública, tan mermado en los últimos años?

Nos preocupan tanto las cosas de los ricos que nos olvidamos que hay mundo más allá del alcance de nuestra vista. Por eso cuando discutimos de lo que aquí se trata no analizamos que en el mundo hay 170 millones de personas infectadas por el Virus de la Hepatitis C, ni que esta enfermedad se lleva unas 350.000 vidas al año. Para la mayoría de ellos este dilema que nos planteamos sería tan sólo ciencia ficción, pues sabe que nunca podrá pagar los precios que ponen a esos tratamientos,  ni los sistemas sanitarios de sus países sufragarlos. Estaremos por tanto reviviendo la vergonzosa situación de la década de los 90 en que millones de africanos y africanas murieron por el SIDA mientras ya existían medicamentos que curaban la enfermedad y a los que la inmensa mayoría de los infectados en el mundo no podía acceder. No hay duda, es preciso darle una vuelta completa a todo esto.

Manuel Díaz Olalla

(Publicado en la Revista "Temas para el debate", num 236, Julio de 2014)


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