martes, 3 de diciembre de 2013

El efecto de las políticas ante la crisis en la esperanza de vida

Con frecuencia  se analiza el efecto de la crisis, como fenómeno global, en la vida de la gente y, entre otras esferas de la misma, en la salud. Es una preocupación de los investigadores de la salud pública en su conjunto no exenta de controversia. Un trabajo tan apasionante como difícil. Una aproximación a la realidad tan interesante como imprecisa.

Esas investigaciones encierran en sí mismas las dificultades inherentes a cualquier averiguación científica que intente asignar a cada fenómeno social, económico o sanitario, sus causas o sus efectos. Entre lo más plausible de este afán se sitúa el interés de los investigadores en poner a disposición de quienes toman las decisiones los conocimientos que determinen las políticas que puedan aplicar y las que deban evitar. Y sí no fuera posible entrar en el fondo del problema o simplemente no se desea, al menos existe la obligación moral de amortiguar  los efectos de la debacle del sistema en la vida y el bienestar de las personas. Me resisto por ello a hablar aquí de los efectos de la crisis como un todo intocable y prefiero hacerlo sobre las consecuencias que tienen las políticas que, al amparo o con la excusa de la misma, se toman. Desde el convencimiento de que siempre es posible elegir entre ellas y escoger las menos perjudiciales para los ciudadanos.

Todos los componentes de esta crisis financiera y de sus resultados inmediatos (pobreza, exclusión, desempleo) tienen efectos nocivos sobre la salud y son conocidas las consecuencias de cada uno de ellos sobre los individuos de manera independiente. El dilema es definirlas para el conjunto de la población, cuantificar su alcance en los grupos más vulnerables y proyectar escenarios futuros.

Posiblemente el mejor indicador, de entre los accesibles, de la salud de la población en sentido general sea la esperanza de vida. Se trata de la cantidad de años que puede aspirar a vivir, de medía, una persona si se mantuvieran constantes a lo largo de toda su vida los mismos riesgos de morir que existen en el momento de su nacimiento o a una edad dada. Es por tanto un indicador compuesto de la mortalidad que permite la comparación de riesgos eliminando el efecto del distinto grado de envejecimiento de las poblaciones. Por ello los retrocesos que se pueden registrar en esa cifra dependen directamente de los aumentos de la mortalidad, en especial de la que ocurre en épocas tempranas de la vida. Si se ajusta el cálculo con la frecuencia de problemas graves de salud o de discapacidad en la población a distintas edades, o la mera percepción negativa de la propia situación de salud de las personas, es posible calcular qué proporción de esos años que se espera vivir se hará en buena situación de salud o sin limitaciones. Así, con esta variante metodológica podemos conocer no solo la cantidad sino también la calidad de la vida.

En el año 2012 aumentaron en 18.000 las defunciones registradas en nuestro país respecto a las del año previo, lo que equivale a un incremento de casi un 5%, el mayor del decenio, después de que año tras año decayera esa cifra. Un crecimiento más moderado se había registrado ya en el año 2011, marcando sin duda un cambio de tendencia que se consolida ahora. Los mayores aumentos se han registrado en la mortalidad de los menores de 16 años, que ha crecido entre un 15% y un 25% respecto a la tasas del trienio previo. Por ello en el último año se rebajó la esperanza de vida al nacer de las mujeres en 0,2 años, quedando en 85 años, mientras se estancaba la de los hombres en 79,26 años. Se documenta así, sin duda, un retroceso en el nivel de salud alcanzado por la población española y mientras algunos discuten si se trata de algo coyuntural en la mayoría de los expertos cunde la idea de que este es uno de los efectos de las políticas de recortes del gasto social que está provocando un desmantelamiento de facto del Estado del Bienestar. Y es inevitable aquí buscar modelos conocidos y recientes de otros países que han sufrido situaciones similares para intentar calibrar y proyectar el alcance de estas restricciones en la vida de la gente.

De esta manera en otro escenario, con otra gravedad e inmersa en un proceso de cambio con connotaciones distintas al que ahora se vive en España, tras el colapso de la Unión Soviética, entre 1989 y 1995 la población rusa sintió los primeros efectos de la transición a una economía de mercado al constatar la práctica desaparición del sistema de protección social de que disfrutaba. En ese periodo retrocedió su esperanza de vida entre 7 y 10 años  afectando especialmente a los hombres y provocando por ello una brecha de género en esta expectativa vital, favorable en este caso a las mujeres, de una magnitud no conocida hasta entonces (59 años en ellos frente a 72 en ellas). Como se ha señalado, este dato alerta sobre un extraordinario aumento del número de fallecimientos, especialmente de niños y jóvenes, en ese periodo produciéndose la mayor parte de ellos por problemas como el SIDA, la violencia, los suicidios y el alcohol. En este último aspecto hay que añadir a los problemas estructurales y a la desprotección el abaratamiento que se produjo del precio del vodka. Una combinación letal en ese caso, en especial para los varones de modesto nivel educativo.

En España y sin conocer aún con más detalle este fenómeno ya se ha constatado un incremento de casos de trastornos psíquicos, en especial en individuos en situación personal o familiar de desempleo y/o que han perdido la vivienda, así como un aumento de la mortalidad por suicidios. La falta de información más desagregada aún no nos permite cuantificar el efecto en distintos grupos de población aunque sin duda la incidencia será máxima en la población más vulnerable (inmigrantes irregulares sin recursos, enfermos crónicos, personas mayores), con lo que se ahondarán también las brechas que marcan las desigualdades sociales en la salud.

Quienes pierden la cobertura sanitaria incrementan en un 40% el riesgo de morir sobre la población con asistencia asegurada. Es curioso que así sea cuando sabemos que la mayoría de las cuestiones que tienen que ver con la salud de la gente en un país con nuestro nivel de desarrollo están fuera del sistema sanitario y tienen más que ver con hábitos y condiciones de vida y de trabajo. Se trata de una verdad rotunda cuando se disfruta de un sistema de salud universal, público, equitativo y de calidad, como el que había en España hasta la entrada en vigor del RD 16/2012 que establece el aseguramiento como la llave de acceso, sin reparar en el derecho supremo a la salud, excluyendo del mismo a 800.000 personas, casi todas inmigrantes sin regularizar. Cuando no existe un sistema como ese, como ocurre en muchos países en desarrollo y en EEUU, donde 50 millones de personas carecen de seguro de salud, la posibilidad de recibir alguna atención de salud puede ser definitiva para conservar la vida y el bienestar de una gran parte de la población.

Los límites al acceso efectivo a los servicios o a los tratamientos  que conllevan los re-pagos instaurados por este gobierno, tienen el mismo efecto que la supresión del derecho a la atención: situar a miles de personas, las más débiles, fuera del sistema sanitario. Pero los recortes en la financiación o la privatización repercuten en todos los ciudadanos: por cada 80 € por persona en que se reduce el gasto social en sentido amplio (se incluye el sanitario) la mortalidad general puede incrementarse casi un 1%, la debida a problemas relacionados con el alcohol un 2,8%, a tuberculosis un 4,3% y a enfermedades cardiovasculares un 1,2% 1. Inciden, por tanto, de manera clara en la esperanza de vida.

Nos centramos en la cantidad y, a veces, relegamos la calidad de la vida a un injusto segundo plano. Y es curioso constatar que la mayor afectación registrada hasta ahora se da en la proporción de tiempo que podemos aspirar a vivir, del total, en buenas condiciones de salud. Esta lleva estancada para la población española mucho tiempo: un 50% del tiempo restante de vida al cumplir los 65 años en la actualidad, mientras que en 1995, con una expectativa vital más corta, ese tiempo dichoso era de un 60% 2. Como indica el diputado y economista Alberto Garzón, prolongar el final de la vida laboral, como han hecho los dos últimos gobiernos de España, es aproximarlo al momento en que se acaban nuestras posibilidades de vivir en buenas condiciones de salud. Una merma de calidad de vida para los mayores de incalculables dimensiones.

Se acorta la esperanza de vida porque aumenta la mortalidad, en especial  la innecesariamente prematura. Una gran parte de ella sería, además, evitable con la intervención del sistema sanitario si este fuera inclusivo, universal e igual para todos. O sea, público. Porque si hace aguas por falta de financiación, se privatiza o deja de proteger a los más débiles fracasará en su función primordial de proteger la salud y se acortará la expectativa vital de todos los ciudadanos. Si a esto le sumamos el fracaso del resto del sistema de protección porque los servicios sociales se han vuelto exiguos mientras empeoran las condiciones de vida y trabajo de la mayoría  (alimentación deficiente, vivienda insalubre donde se vive en hacinamiento, riesgos laborales no controlados, trabajo precario, imposibilidad de desarrollar un ocio saludable, inaccesibilidad al sistema educativo, etc) el panorama se vuelve absolutamente sombrío y el efecto de esas políticas injustas y cicateras será máximo en la esperanza de vida de la población.

Escuché hace poco en la radio al senador Granados, del PP, afirmar, a costa del interés que muestran en cambiar salud por dinero, quiero decir en modificar la ley del tabaco para favorecer a algunos socios y amigos, que “el Estado no está para promocionar los estilos de vida saludables”. La promoción de la salud y la prevención de la enfermedad son obligaciones de los Estados. Lo garantizan y lo exigen las leyes en nuestro país, desde la Constitución a la Ley General de Sanidad y nadie lo discute en el mundo desde la declaración de Alma Ata de 1978.  Pero es un dato definitivo para conocer el paradigma de salud que conciben algunos dirigentes del partido gobernante: la salud es un problema individual y protegerla o restaurarla es responsabilidad de cada uno. Con recordarle a la gente que no se expongan a riesgos innecesarios para su salud y señalarle cuando enferme dónde debe ir a tratarse, previo pago eso sí, el Estado ha cumplido su función. No quieren ver que además de recomendarle  a la gente que se proteja de las bombas alguien tendrá que parar los bombardeos.
No parece que vaya a ser este gobierno quien lo haga: las políticas que despliega son en sí mismas y para la salud de la gente auténticos bombarderos cargados de munición.

José Manuel Díaz Olalla
Artículo publicado en la Revista Temas para el Debate, num 228, Noviembre 2013, pg. 12-14)
(Las geniales ilustraciones son de el Roto)

(1)     David Stuckler, Sanjay Basu, Martin McKee, (2010). Budget crises, health, and social welfare programmes. BMJ 2010;340:c3311.
(2)     European Health an Life Expectancy (2013) (NdA: hay que llamar la atención sobre el hecho de que en ambos momentos la metodología de cálculo fue diferente).


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