Técnicamente hablamos de crisis o emergencia sanitaria cuando la demanda supera a las posibilidades de atención del sistema sanitario. Ocurre cuando éste es precario, débil, se desbordó, o todo ello, dándose estas circunstancias, por lo general, cuando la demanda es muy grande. Ambas cuestiones (colapso del sistema sanitario y demanda disparada) suceden a la vez en países en desarrollo en cualquiera de los 4 escenarios “naturales” de la intervención humanitaria, que son: los desastres naturales, la guerra y la violencia, las epidemias y las situaciones en que una gran parte de la población vive en situación de exclusión sanitaria.
No era
previsible que en el mundo occidental y en España específicamente, asistiéramos
a una crisis de esta naturaleza. O sí lo era, pero quienes tienen la
responsabilidad de planificar sobre estas previsiones no quisieron verlo (“Un
mundo en peligro”, OMS, septiembre de 2019)[i]
o no recibieron las órdenes precisas de sus responsables.
Cuando el propio país que la sufre no puede dar respuesta a la crisis se declara la emergencia sanitaria internacional, a petición del propio país o de la OMS representando a los demás países. Si esa respuesta se amplía a otras áreas de las necesidades humanas básicas (agua, alimentos, techo, abrigo) y se articula desde el respeto a los principios humanitarios clásicos (humanidad, independencia, universalidad, imparcialidad, consentimiento de las víctimas, competencia) esa actuación se corresponde con lo que se conoce en el campo de las relaciones internacionales como “Acción Humanitaria” (AH), que es una respuesta a las necesidades de salud de la población desde el respeto estricto a los derechos humanos, situando el derecho a la salud en el centro de ese marco de intervención.
Las acciones
con estas características, a diferencia de otras que también forman parte de la
Ayuda Oficial al Desarrollo, como la cooperación estructural o, simplemente, la
cooperación, se desarrollan específicamente con el objeto de asegurar la
supervivencia de la población afectada en sentido amplio (“salvar las vidas,
curar las enfermedades, aliviar el dolor y, siempre, acompañar”), se centran y
articulan alrededor de las necesidades humanas y no admiten condicionalidad, ni
pueden ser objeto de trueque o devolución, como sí puede ocurrir, y de hecho
ocurre, con las otras modalidades de la ayuda internacional.
La Acción
Humanitaria no siempre se despliega en países en desarrollo. Las ONG’s
españolas tienen una larga tradición de AH en nuestro país: los programas de
Cuarto Mundo. Se componen de actividades dirigidas generalmente hacia
colectivos en exclusión social con el objeto de atender unas necesidades que,
injustamente, no atiende el propio Estado. Se desarrollan con la perspectiva de
que se trata de intervenciones provisionales que buscan solucionar problemas
urgentes (emergencias) hasta que el Estado se haga cargo de su atención, “como
es su obligación”, según creemos. La
actuación de
Médicos Sin Fronteras y de Médicos
del Mundo durante la primera ola de la epidemia de COVID-19 en
Residencias de Mayores, significa un cambio sustancial de estrategia
justificado por la urgencia y la crisis, proporcionando la atención que debería
haber brindado el sistema sanitario y el de protección social. En esta ocasión
las ONG ‘s no se dirigieron a población excluida socialmente sino a población
vulnerable institucionalizada pero prácticamente sin asistencia. Esto es, excluida,
sí, pero de la atención sanitaria que precisaba. Con todo, se trata por tanto
de un marco de actuación propio de la AH: epidemia
y población en exclusión sanitaria durante la crisis.
Las
derivadas humanitarias de esta pandemia, no obstante, son muchas en nuestro
país y en el mundo. La COVID-19 se distribuye en la población según las
desigualdades sociales, económicas y políticas preexistentes, a la vez que las
profundiza. Entre ellas se incluyen las desigualdades de riqueza, salud,
bienestar, protección social y acceso a las necesidades básicas, incluida la
alimentación, la atención médica y la escolarización. Esta enfermedad está
provocando un fuerte aumento de la desigualdad de ingresos, desempleo y el
trabajo precario e irregular en los trabajadores con salarios bajos. Las
desigualdades en salud también plantean problemas importantes en esta pandemia,
no en vano
en diciembre de 2017, la mitad de la población mundial no tenía acceso a
servicios de salud esenciales. Las poblaciones vulnerables
(incluidos los pobres, las personas mayores, las personas con problemas de
salud crónicos, los presos, los refugiados y los pueblos indígenas) están
soportando una carga desproporcionada por la pandemia.
Efectos directos e indirectos de las
crisis sanitarias y su relación con la situación previa.
En las
crisis internacionales con frecuencia se observa que, como consecuencia de que
el sistema sanitario fracasa y sus exiguas fuerzas y recursos se vuelcan en su
totalidad a la atención de los problemas agudos y urgentes, en el corto y medio
plazo aparecen otros problemas que estaban previamente bajo control y que resurgen
al interrumpirse los programas de atención. La mayoría de estos programas se
brindan desde Atención Primaria –AP- y comprenden no solamente problemas
crónicos (diabetes, HTA), sino también agudos (TBC) y vacunales (sarampión)[ii].
La salud y
las probabilidades de supervivencia de una población que vive una situación de
emergencia vienen muy determinadas por los sucesos previos que la afectan,
entre los que cabe destacar la situación del sistema sanitario y su capacidad
para garantizar la universalidad de la atención, que incluye cobertura general,
catálogo de prestaciones amplio e inexistencia de repagos u otras prácticas que
limitan la accesibilidad al mismo. De la misma forma resulta crucial lo que
acontece en el transcurso de la misma y que tiene que ver con la reserva o
capacidad de respuesta de los servicios de salud y de protección social
(sistema de cuidados) y la situación basal de la población (de salud,
nutricional, existencia de graves desigualdades sociales en la salud, etc).
Las reservas
menguadas con que el sistema sanitario español afrontó esta crisis no auguraban
nada bueno. Más de un decenio de drásticas reducciones del gasto sanitario
público y la contumaz e irresponsable privatización del mismo, ejecutadas por
quienes han dirigido la política nacional y las regionales en
muchas CCAA, especialmente en la de Madrid, incidiendo en un sistema que, a pesar de sus
problemas, era eficaz y en muchas cuestiones modélico, explican mucho de la
pésima evolución de la epidemia durante la primera y la segunda oleada y quizás,
si no se pone remedio, de lo que aún queda por venir. En un momento como el
actual en que muchos responsables de la gestión sanitaria justifican en parte
los problemas por la escasez de profesionales y trabajadores sanitarios, hay
que recordarles que esas rechazables políticas junto al injustificable maltrato
laboral que se les dispensó provocaron su emigración masiva a otros países que
hoy en día aprovechan su trabajo y su conocimiento, adquirido con el esfuerzo
de la sociedad española. Grandes gestores, habría que añadir, si hubiera
motivos para la ironía.
Si, además, una
parte sensible de la población es sujeto de negativos determinantes sociales
para su salud, como hacinamiento en las casas o residencias (temporales o
permanentes), desempleo, exclusión, etc, con frecuencia las epidemias de
enfermedades que se transmiten por contacto directo o por vía respiratoria, como
la COVID-19, suelen presentar evoluciones tórpidas y de gran impacto en la
salud colectiva.
Entre el 10
de marzo y el 9 de mayo la mortalidad por todas las causas en España superó en
más de un 60% la esperada según las tendencias de años anteriores (se acumuló
un exceso de 44.599 defunciones) y entre el 20 de julio al 20 de diciembre un incremento
de 26.186 defunciones más (16,6% más de lo esperado), alcanzando en todo el año
un exceso de 70.785 fallecimientos. El Reglamento Sanitario Internacional prevé
que incrementos de la mortalidad basal que superen el 50% en el curso de una
crisis requieren la declaración de emergencia internacional y esto ocurrió con
creces durante la primera ola epidémica, si bien en muchos países del mundo,
aunque de forma más atenuada, se vivían situaciones similares. Como se sugirió
antes, hay que destacar que es muy probable que, de las más de 70.000
defunciones “no esperadas” (exceso de un 31%) registradas durante la primera y
segunda olas epidémicas, no todas hayan sido debidas a la COVID-19, pero es muy
cierto que posiblemente la mayoría tengan que ver con esa enfermedad: algunas
directamente y otras como resultado de la desatención de otros problemas
de salud provocada por la escasez de recursos sanitarios tras años de penurias
del sistema sanitario público.
Se vivió por
tanto en España una crisis sanitaria de mucha gravedad durante 2020 por la
pandemia de COVID-19. Esta crisis alcanzó por derecho la categoría de crisis
humanitaria en especial en las residencias de mayores, donde se registró el
exceso de mortalidad más importante. La situación requirió la intervención de
las ONG’s de acción humanitaria para proporcionar una atención que debía
asegurar el Estado, con el perfil propio de las que se despliegan en países en desarrollo,
pero nunca en los que suelen ser donantes de ayuda internacional. La evidencia
de la desatención sanitaria vivida por las personas mayores en nuestro país
plantea dudas muy serias sobre la responsabilidad de las administraciones
públicas, la negligencia que han mostrado algunas al debilitar las estructuras
y reducir los recursos de atención sociosanitaria y sobre el “modelo de
negocio” en que se basa la privatización de la atención a los mayores en
nuestro país, incluso desde el sector público.
Manuel Díaz Olalla
Médico de Familia y Epidemiólogo
Sociedad Española de Medicina
Humanitaria
(Publicado en Actualidad Humanitaria, octubre 2020)
[i]“Si es
cierto el dicho de que «el pasado es el prólogo del futuro», nos enfrentamos a
la amenaza muy real de una pandemia fulminante, sumamente mortífera, provocada
por un patógeno respiratorio que podría matar de 50 a 80 millones de personas y
liquidar casi el 5% de la economía mundial. Una pandemia mundial de esa escala
sería una catástrofe y desencadenaría caos, inestabilidad e inseguridad
generalizadas. El mundo no está preparado.” (Pag 6 del doc citado, septiembre
de 2019)
[ii]Por ejemplo: antes de estallar el
conflicto actual, las tasas de inmunización en Siria figuraban entre las más
altas de la región del Mediterráneo Oriental, más del 90% de la población
infantil estaba vacunada contra enfermedades como el sarampión y la
poliomielitis, remontándose el último caso de parálisis por esta enfermedad al
decenio de 1990. En el año 2015, sin embargo, Siria presenció la reaparición de
casos de sarampión y tos ferina. En 2013, el país registró un brote de
poliomielitis, que causó parálisis en 35 niños y se propagó a Irak. Desde el
inicio de los combates en Siria la mitad de los trabajadores sanitarios han
abandonado el país para instalarse en zonas más seguras, los medicamentos y los
suministros médicos escasean y muchos centros de salud han acabado sumidos en
un estado de grave deterioro. Debido a todo ello, muchos niños han quedado sin
inmunizar.
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