No en vano
la AP ha sido el nivel asistencial más castigado por esas políticas cuyos
resultados podemos evaluar ahora. La AP
es el nivel de atención donde se resuelven la mayoría de los problemas de salud
de la población. Es el “medio natural” donde se solucionan las demandas y se
satisfacen las necesidades de salud de las personas, sanas y enfermas. Es
próxima y cercana y en ella se establecen las relaciones habituales con los
profesionales sanitarios. En el caso de la COVID-19 es igual. La AP es el “dique
de contención” del sistema sanitario, pero ese no puede ser su objetivo sino el
resultado de su trabajo.
La mayoría
de los casos de esta enfermedad son leves o asintomáticos por lo que el
diagnóstico, el tratamiento, el aislamiento, el seguimiento y la confirmación
de la curación no requiere asistencia hospitalaria, realizándose desde AP.
No solo la actividad asistencial (prevención terciaria), sino también la primaria (promoción de la salud, que incluye el fomento del uso de mascarillas higiénicas o quirúrgicas, higiene de manos frecuente, distancia personal) y la secundaria (diagnóstico precoz, identificación de contactos, medidas de control en ellos) es propia de la Atención Primaria apoyada por servicios de Salud Pública sólidos y adecuadamente dotados. La coordinación entre ambos es fundamental, pues soportan el peso principal de la vigilancia epidemiológica que, entre otras funciones, comprende la detección de brotes de la infección, imprescindible para el control de la epidemia, asegurando la AP, además, información de calidad para el análisis epidemiológico.
La
evaluación de la situación (prevalencia de la enfermedad, gravedad de los
cuadros, situación basal de las personas, estado de las infraestructuras
sanitarias y disponibilidad de trabajadores de la salud), así como la previsión
de las necesidades de hospitalización y de ingresos en las UCI’s, son actividades
fundamentales que se debe asegurar en cada momento y junto a la puesta en
marcha de actividades de control epidémico como la búsqueda activa de los contactos
de los casos, el aislamiento de los mismos, etc, son actividades esenciales
para la salud de la población en su conjunto. El mantenimiento de las
vacunaciones y los programas de control de enfermos crónicos y del niño sano, por
ejemplo, el tratamiento de los problemas de salud que se puedan presentar,
tanto si son transmisibles como si no lo son, con la propia vigilancia
epidemiológica, son actividades de primera línea, obligatorias y de desarrollo
indeclinable.
El abordaje
de las emergencias desde el punto de vista preventivo requiere comprender que
la vulnerabilidad de la población es un elemento que se combate incrementando sus
capacidades, tanto mediante la formación específica (promoción de la salud),
como acometiendo políticas adecuadas desde las administraciones que prevengan
la transmisión y recuperen la salud de los infectados. Se entiende que se habla
de administraciones en sentido amplio, no solo de las sanitarias, pues en el
abordaje de una emergencia epidémica el concepto de “salud en todas las
políticas” adquiere una dimensión insospechada. En todo caso la escasez,
debilidad o precariedad de los servicios públicos son factores de riesgo muy
importantes para la población que sufre el impacto de un fenómeno natural, de
la violencia o de una epidemia. En este sentido, la incidencia y la mortalidad
causadas por la COVID-19, como por otras enfermedades transmisibles o no
transmisibles, se distribuyen de forma desigual en la población según características
socioeconómicas, de la misma forma que su impacto ahonda más la brecha de la
desigualdad social.
Apostar por el hospital, estrategia
equivocada.
La
necropolítica que puede estar guiando algunas de las decisiones trascendentes
que se están tomando en ciertas CCAA en las últimas semanas en relación a la epidemia de
COVID-19, es el resultado seguramente resignado de admitir que se puede
sacrificar, cuando no hay más remedio, la vida de los menos productivos o de quienes
tienen menos oportunidades en el ara sagrado de una economía que, como siempre,
favorece desproporcionadamente a unos pocos frente a la mayoría. Algunos
movimientos poco solidarios que reclamaban el fin de las medidas de confinamiento
en beneficio de la reactivación económica, la llamada “revolución cayetana” que
durante unos días del mes de mayo agitó algunas calles del distrito de
Salamanca y de otras zonas opulentas de la ciudad de Madrid, además de insolidarios
bebían en los mismos planteamientos cuando, después de los primeros y
sorpresivos embates de la epidemia, el conocimiento de sus mecanismos de transmisión
señaló a algunos que su ventaja social les facilitaba su protección frente al
SARS-Cov-2, por encima de quienes por sus condiciones de vida más humildes se
encontraban más expuestos.
Para que
todos tengamos las mismas oportunidades de no infectarnos y de sobrevivir a la
epidemia es fundamental que el acceso al sistema sanitario sea equitativo. Eso requiere
reforzar la atención primaria y los servicios de salud pública, pues son los
que pueden asegurar el control epidémico y los derechos de todos. Si no lo
hubiera todo el sistema sanitario volvería a fracasar, como ya ocurrió en la
primera ola de la epidemia. Por lo tanto, hay que dirigir los recursos y los
esfuerzos a contratar personal para los centros de salud y consultorios,
rastreadores y epidemiólogos mejorando e incrementando la capacidad diagnóstica
de la infección activa.
Volcarse en
el sistema hospitalario, como ya se hizo, y por mucho que sea un nivel
asistencial que no se deba descuidar, es desconocer profundamente lo más
elemental de la gestión sanitaria en crisis y además, lo que es más grave,
apostar porque se dé el peor de los escenarios posibles, pues al minusvalorar
el control epidémico se incrementarán exponencialmente los casos y, como si de
una mancha de aceite se tratara, también los casos graves y, por lo tanto, la
saturación hospitalaria y la mortalidad causada por la infección. El Hospital,
sus profesionales y trabajadores, a pesar de su enorme esfuerzo, son meros
espectadores pasivos cuyo trabajo prácticamente no inicie en el curso de la
epidemia: esperan lo que les llega y lo atienden como mejor pueden y con los
recursos de que disponen, pero la auténtica batalla se sigue desarrollando en
la calle, en las casas, en el transporte público y en los lugares de trabajo,
sin intervención alguna que pueda cambiar su curso.
En las
actuales circunstancias, por ejemplo, empeñarse en construir un hospital con
una inversión de 50 millones de €, como hace el gobierno regional de Madrid,
sin aumentar primero las plantillas de profesionales de AP, abrir todos los
centros de salud, contratar a más rastreadores y reforzar los servicios de
salud pública, carece de lógica y puede tener graves consecuencias para la
salud de la población y para la supervivencia del propio sistema de salud.
Colapso, ¿qué colapso?
Como escribe
el catedrático de Harvard Frank M. Snowden (“Epidemics
and society”) sólo se puede luchar contra las pandemias que nos
amenazan sacando la salud del mercado, asegurando la universalidad de la
atención y limitando el efecto de las fronteras nacionales en un mundo en el
que las enfermedades son globales. En relación a las dos primeras, invertir en
atención primaria y en salud pública es dotar a la población de las capacidades
necesarias para ello. No puede haber universalidad si existen límites al
acceso, es decir si el sistema sanitario no asegura la atención de todos, que
es lo mismo que decir que no se atiende a todos y todas cuando lo necesitan y
con la rapidez precisa. No podemos quedarnos conformes con la idea de que el
sistema sanitario no ha colapsado porque aún no se han agotado las capacidades
de las UCI, por ejemplo, sin querer comprender que la Atención Primaria también
forma parte del sistema sanitario, y ésta ya hace muchas semanas que es incapaz
de atender la demanda que genera la epidemia y los demás problemas. ¿Colapso? ¿Pues
cómo llamar si no a la situación actual en que los centros de salud no dan
citas a los pacientes sencillamente porque no pueden atender el volumen de
llamadas telefónicas que les llegan, en que cuando las dan se citan para
después de varias semanas o en que la mayoría de los médicos tienen listas
diarias de más de 80 consultas en muchos casos?
Durante años
trabajé en AH y en AP en diferentes escenarios mundiales como miembro de una
organización en la que nunca se dudó en incorporar la salud pública a las
actividades asistenciales desde el principio, al igual que la salud mental y la
salud sexual y reproductiva como parte de una atención primaria reforzada,
incluso en momentos en que las tareas de auxilio y socorro eran la prioridad. La
experiencia nos ha demostrado que fue un acierto hacerlo así, pudiendo gracias
a ello detectar y controlarse brotes de enfermedades infecciosas que no hubiera
sido posible identificar desde otros abordajes con más peso en el nivel
hospitalario.
Manuel Díaz Olalla
Sociedad Española de Medicina
Humanitaria
Publicado en Actualidad Humanitaria, octubre 2020
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